lunes, 2 de julio de 2012

29 de Junio, San Pedro y San Pablo




Y tú serás llamado Cefas
Escrito por Luis Fernando Pérez (CiDe)

Nunca podrá entenderse la importancia de la figura del Obispo de Roma, sucesor del apóstol Pedro, sin previamente entender quién fue aquel hombre llamado Simón, hijo de Jonás, y cuál fue el papel que nuestro Señor Jesucristo quiso que desempeñara en su Iglesia. En el evangelio de Juan leemos cómo transcurrió el primer encuentro entre Jesús y Simón:
Jn 1,40-42 
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro).

A simple vista nadie diría que aquellas primeras palabras de Jesús a Pedro tuvieran más importancia que la de establecer una mera toma de contacto entre ambos pero, sin duda, en ellas nos encontramos con un elemento esencial para saber quién fue el apóstol. Efectivamente, Cristo anuncia a Simón que tendrá un nuevo nombre por el que será conocido: Cefas (Pedro). ¿Porqué dicho cambio?. En el Antiguo Testamento quizás encontremos la respuesta:
Gen 17,3-5 
Entonces Abram se postró sobre su rostro, y Dios habló con él, diciendo: He aquí mi pacto es contigo, y serás padre de muchedumbre de gentes. Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes.

Gen 32,27-28 
Y el varón le dijo: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió: Jacob. Y el varón le dijo: No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido.

Gen 35, 10-12 
Y le dijo Dios: Tu nombre es Jacob; no se llamará más tu nombre Jacob, sino Israel será tu nombre; y llamó su nombre Israel. También le dijo Dios: Yo soy el Dios omnipotente: crece y multiplícate; una nación y conjunto de naciones procederán de ti, y reyes saldrán de tus lomos. La tierra que he dado a Abraham y a Isaac, la daré a ti, y a tu descendencia después de ti daré la tierra.

Cada vez que Dios cambia el nombre de alguien, lo hace por un motivo muy concreto. Al establecer el pacto con Abram, que significa “padre enaltecido”, le renombra como Abraham, que significa “padre de una multitud numerosa”. Dicho cambio de nombre está totalmente relacionado con el propio pacto que Dios establece con el patriarca. Igual ocurre con Jacob, a quien un personaje misterioso con el que había luchado le advierte que su nombre pasará a ser el de Israel, que significa “Dios lucha” o “él lucha con Dios”, lo cual queda confirmado por el propio Señor en el momento en que confirma en él el pacto que ya había hecho antes con su abuelo Abraham. 
Existen otros ejemplos veterotestamentarios en los que podemos comprobar que el nombre de una persona podía estar íntimamente relacionado con alguna circunstancia de su vida. No en vano, cuando el ángel del Señor anuncia a José que el fruto del vientre de María es engendrado por el Espíritu Santo, al mismo tiempo le dice que el niño debía de llamarse Jesús, que significa Yavé salva, porque dicho nombre definía perfectamente la misión del Señor que había de nacer del seno de la Virgen María. 
Con todos estos antecedentes, no podemos ignorar el hecho de que Jesús, al darle un nuevo nombre a Simón la primera vez que se encuentra con él, está mostrando una cualidad esencial del propio Simón.

Pero más que hablar nosotros, dejemos que sea el propio Señor el que nos diga quién es Pedro y cuáles son los elementos distintivos de su ministerio. 
Analicemos versículo por versículo Mateo 16,13-20:
13-14 Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas.
Jesús sabía que había multitud de especulaciones acerca de su identidad, realidad que era igualmente conocida por sus discípulos. En medio de tanta confusión, el Señor les hace una pregunta muy interesante:
15 El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Notemos que no les pregunta “¿quién soy yo?”, sino “¿quiénes decís que soy yo?”. No siempre lo que creemos acerca de alguien coincide con lo que es realmente ese alguien. Y tanto más es así cuando ese alguien es el propio Dios. 
Hoy estamos en una situación similar a la de aquellos tiempos. Los hombres especulan mucho acerca de la verdadera identidad de Cristo. Unos dicen que es sólo un buen maestro. Otros que un iluminado que fracasó. Aquellos creen que fue un gurú palestino. Los de más allá opinan que fue un extraterrestre. Y muchos directamente le ignoran. Pero, de nuevo, lo verdaderamente importante es que nosotros, los que somos sus discípulos, podamos responder a la pregunta “¿quién decís que soy yo?”. El que aquellos que no conocen de verdad a Cristo se equivoquen sobre su verdadera identidad es hasta cierto punto normal. Pero nosotros no podemos equivocarnos. Pedro no se equivocó. 

17 Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
Punto y final a todas las especulaciones. Jesús es el Mesías, el Hijo del Dios viviente. Pedro lo ha dicho, el caso está cerrado. Pedro habla en nombre de todos ya que a todos era dirigida la pregunta. En Pedro está la respuesta de la Iglesia a la pregunta más importante que Jesús pueda hacer. La pregunta sobre su verdadera identidad. 
¿De dónde sacó Pedro su respuesta? ¿de su capacidad intelectual? ¿de su potencial humano para entender la verdad sobre Jesús?. No, sino más bien:



18 Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 

Simón supo, y la Iglesia con él, quién es Jesús por revelación directa de Dios Padre. No le fue revelado por otros hombres, sino por Dios. 
Ya sabemos quién es Jesús. Es Jesús el Mesías, es decir, Jesucristo (Mesías = Cristo). 
Ahora escuchemos bien quién es verdaderamente ese tal Simón, hijo de Jonás:



19 Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. 

Pensemos por un momento en el contexto en que el Señor dice esas palabras. Simón acaba de declarar quién es Jesús. Y toca ahora que Jesús nos diga quién es el apóstol. Ya no le llama Simón sino Pedro. Simón le había dicho a Jesús “tú eres Cristo” y Cristo le responde a Simón “y tú eres Pedro”. Ni podemos separar el nombre Cristo, y lo que significa, de Jesús, ni podemos separar el nombre de Pedro, y lo que significa, de la persona de Simón. Jesús el Mesías y Simón la piedra. Y es justo en ese contexto en el que Cristo dice “y sobre esta roca (piedra) edificaré mi Iglesia”. ¿Quién es el Cristo? Jesús; Jesucristo. ¿Quién es la roca o piedra sobre la que Jesús edifica su Iglesia? ¿a quién se le da el nombre de piedra? A Simón; Pedro. 
Mucho, demasiado, se ha especulado sobre si la roca es el propio Pedro o es su declaración sobre Cristo. Ciertamente no se puede separar la identidad de una persona de aquello que cree. Si afirmamos que la roca es Pedro, eso implica que necesariamente también lo es la fe de Pedro, su declaración sobre Cristo. No se trata pues de que la roca es Pedro O la fe de Pedro. La roca es Pedro Y su fe. Además, en el contexto vemos que se está hablando de personas, no de ideas. Se trata de saber quién es Jesús y de saber quién dice Jesús que Simón es. Y una vez establecido quién es Jesús y quién es Pedro, Jesús edifica su Iglesia. Y ni la Iglesia se edifica sin la verdad acerca de Cristo, declarada por Pedro, ni la Iglesia se edifica sin la verdad acerca de Pedro, declarada por Cristo. Y es esa Iglesia, la verdadera, la que conoce y confiesa quién es Cristo y quién es Pedro, aquella sobre quien no prevalecerán las puertas del Hades.


LA IGLESIA SE ABRE A LA UNIVERSALIDAD
Los misioneros han podido comprobar que el Espíritu, por propia iniciativa, sin pedir ninguna garantía humana, “abre el corazón” a los 
paganos, quienes, a su vez, acogen su palabra con gran alegría y se 
convierten. Esta experiencia hace surgir una importante pregunta: 
Los cristianos de origen pagano, ¿pueden recibir el bautismo sólo en 
base a su fe en Jesús? o deben practicar antes los ritos y las normas 
religiosas judaicas, en primer lugar la circuncisión, como hacen los 
cristianos de origen hebreo? Para nosotros hoy, dicha pregunta 
puede tener poco valor. Sin embargo no era  así en aquellos tiempos 
para los cristianos de origen judío, que observaban fielmente las prescripciones de su religión, prescritas por la ley de Moisés. No era fácil 
distinguir la religiosidad tradicional hebraica, fundada en una cierta 
interpretación de la Sagrada Escritura, con el mensaje de Jesús, que 
había dado cumplimiento a aquellas Escrituras imprimiéndoles una novedad entonces imprevisible. Los judíos no iban en  misión para 
difundir su fe. Ésta era, simplemente, la fe de sus padres y por tanto, 
su propia fe.  
Pablo, a diferencia de los otros apóstoles, que se habían quedado en 
Jerusalén y en sus alrededores, había constatado la disponibilidad de 
los paganos al Evangelio, y sobre todo, a la acción gratuita del Espíritu. La fe brota de la acogida al Evangelio, que es Jesús, el único que 
ofrece la salvación. ¡No por las prácticas religiosas u otras enseñanzas! 
Pablo lo recuerda a los Gálatas, que se habían dejado convencer de la necesidad de determinadas obras externas, para llegar a ser verdaderos cristianos, según los usos judíos: 
Una cosa quiero que me expliquéis: ¿Habéis recibido el Espíritu por cumplir la ley o por haber escuchado con 
fe?¿ Tan insensatos sois, que habiendo empezado con el Espíritu habéis acabado en el instinto? Habéis experimentado en vano. Aquél que os da el Espíritu y hace milagros por medio de vosotros, ¿lo hace  porque 
cumplís la ley o porque creéis  en la predicación? (Gál 3,1-5). 
El problema de admitir o no admitir a los paganos al bautismo, sin ningún requisito, desencadenó una violenta controversia en Jerusalén. Las opiniones eran diversas. Pablo y Bernabé sostenían que a los paganos 
convertidos es suficiente pedirles que crean en Jesús muerto y resucitado, que se arrepientan de sus pecados y que reciban el bautismo y vivan en la fe recibida. En Jerusalén, en cambio, un buen número de judeocristianos consideraba necesario, que antes de recibir el bautismo cristiano, debían recibir la circuncisión y 
practicar la ley de Moisés. 
Pablo estaba convencido de que imponer a los paganos estas prácticas no era conforme al Evangelio y 
creaba dos grandes problemas. El primero, no reconocer que la fe en Cristo es la única condición o medio 
para la salvación. El segundo, forzar a los paganos convertidos a aislarse de su ambiente de origen para vivir 
en el nuevo sistema sociológico judío. 
Según Pablo, una elección semejante habría hecho de la Iglesia de Jesús, no la comunidad de los llamados a 
la fe, sino una nueva secta judía. Los cristianos, en cambio, no son una secta, sino una única humanidad de 
salvados, sin distinción de raza, cultura, sexo y religión. Pablo está tan convencido, que define a los cristianos con una frase inaudita: “nueva creación” que nace de la cruz de Cristo, quien ha derribado todo muro 
de separación.  
Por eso, después del primer viaje misionero de Pablo y Bernabé, en Jerusalén se celebró la primera Asamblea, llamada primer “concilio”, para aclarar la identidad de la Iglesia de Jesús y de los cristianos (Hch 15,1-
6). Con el consentimiento de Pedro (Hch 15,7-12) y el parecer de Santiago (Hch 15,13-21), se decidió no 
imponer a los convertidos la ley de Moisés, sino solamente pedirles la observancia de algunas normas, en 
vista de una comunión con los creyentes en Jesús, de proveniencia judía. Desde los orígenes existió en la 
Iglesia la parte más tradicional y la parte más abierta, pero en 
profunda comunión entre sí. Para Pablo es muy importante esta 
comunión, razón por la cual organiza las colectas en favor de los 
pobres de Jerusalén (2Cor 8-9). 
La Asamblea de Jerusalén aprueba el método apostólico de Pablo. 
La comunión con la Iglesia queda garantizada. Pablo recuerda así 
este momento importante: 
Entonces Santiago, Cefas y Juan, considerados los pilares, reconociendo el don que se me había hecho, nos estrecharon la mano a 
mí y a Bernabé en señal de comunión; para que nosotros nos 
ocupáramos de los paganos y ellos de los circuncisos (Gál 2,9). 
El entusiasmo de Pablo por llevar el Evangelio a todo el mundo y 
sobre todo donde aún nadie había ido, crece cada vez más y el 
apóstol quiere llegar a España, que en aquel entonces señalaba 
los límites del mundo. La misión entre los paganos  le hizo comprender el valor absoluto de Jesucristo para todos y la relatividad 
de los ritos y usos judíos, que están ligados solamente a un pueblo particular. Así, gracias a Pablo, se abrieron las fronteras de la 
Iglesia al mundo entero, a la universalidad. 
Sor Filipa Castronovo, Hija de San Pablo 


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