jueves, 31 de enero de 2013

Luz que ilumina a las personas, luz que ilumina al mundo

 
Mc 4, 21-25

El Evangelio que nos presenta la Iglesia en el día de hoy es breve y tiene dos afirmaciones importantes. La primera, usando una comparación, Jesús dice que la luz se enciende y se coloca en un lugar adecuado para que ilumine, no se la oculta, no se la pone en un lugar en donde no pueda iluminar, no tendría sentido. Desde ahí, entonces, brota la enseñanza, la buena voluntad de las personas, las buenas obras que reflejan esa buena voluntad, deben ser como una luz, que ilumina a las personas, que ilumina al mundo.

Que importante esto, para nosotros, los creyentes, para quienes intentamos seriamente ser discípulos de Jesús, tener luz en el corazón, un buen corazón, pero tener luz también en las obras que brotan de ese buen corazón. Esto me parece que es lo que primero se desprende y se destaca de la enseñanza de Jesús.

Hay una segunda afirmación, que a primera vista resulta un tanto desconcertante, porque el Señor dice que al que tiene se le dará más, y que abundará y que le sobrará; pero al que no tiene, se le quitará aun lo poco que tiene. Cómo se entiende esto en la enseñanza de un Señor que es tan bondadoso y tan justo. Creo que la interpretación de este pasaje camina por este lado, el Señor Jesús ofrece a todos su cercanía, su amistad, esto es lo más importante, la amistad que Jesús ofrece, y junto a eso todo lo necesario para aceptar y para crecer en esa amistad. Si uno acepta ese ofrecimiento, recibe nuevos beneficios en el mismo orden y crece, entonces lo que era una amistad germinal, apenas inicial, si uno la acepta, si uno se alegra de esa amistad, si uno la corresponde, va recibiendo nuevos dones que hacen que esa amistad se haga más profunda, más intensa. Si por otra parte, en cambio, uno no acepta, rechaza ese ofrecimiento, o no responde, no solamente no recibe los dones que hubiera recibido si aceptaba, si no que pierde los dones iniciales.

Es interesante pensar que ese perder los dones iniciales no siempre sucede por mala voluntad; muchas veces acontece por indolencia, por dejadez, por indiferencia, podemos estar frente a una cosa importante y pasar como si no significara nada para nosotros.

Este Evangelio es una advertencia, una invitación para estar atentos, para ser generosos, para no tener miedo y para dar una respuesta; una respuesta generosa al Señor y gozar del regalo de su amistad, y al don inicial se le sumarán otros dones.

(Monseñor Carlos Ñañez - Oleada Joven)

TODOS SOMOS IGUALES ANTE DIOS

 




En un avión que cubría un vuelo entre Johannesburgo y Londres, a una señora blanca, de unos cincuenta años, le tocó sentarse al lado de un hombre de color. Llamó a la azafata para quejarse:

-¿Cuál es el problema señora? -pregunta la azafata.

-Pero, ¿no lo ve? -responde la señora. -Me ha colocado al lado de un negro. No puedo quedarme al lado de estos "inmundos". Déme otro asiento.

-Por favor, cálmese -dice la azafata. -Casi todos los asientos de este vuelo están ocupados. Voy a ver si hay alguna plaza en clase ejecutiva o en primera.

La azafata se marchó y volvió pasados unos minutos.

-Señora -explica la azafata -como yo sospechaba, no hay ninguna plaza disponible en clase económica. He hablado con el capitán y me ha confirmado que tampoco hay plazas en clase ejecutiva. Pero sí tenemos un lugar en primera clase.

Antes de que la señora pudiese responder algo, la azafata continuó:

-Es totalmente inusitado que la compañía conceda un asiento de primera clase a alguien que está en económica, pero dadas las circunstancias, el capitán ha considerado que sería escandaloso que alguien sea obligado a sentarse al lado de una persona que nos haga sentir mal...

La señora, con cara de satisfacción, se preparó para abandonar su asiento e ir a ocupar el asiento en la clase ejecutiva... En eso, la azafata mira a la persona de color y le dice:

-Si el señor me hiciera el favor de tomar sus pertenencias, el asiento de primera clase ya está preparado.

Y todos los pasajeros alrededor, que acompañaron la escena, se levantaron y aplaudieron la actitud de la compañía.

"Todos somos iguales a los ojos de Dios"

EL FAMOSO SUEÑO DE SAN JUAN BOSCO SOBRE LAS DOS COLUMNAS—AÑO DE 1862, SUEÑOS SOBRE EL INFIERNO Y SUS PENAS


(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo VIl, págs. 169-171)

sueño de S. Juan Bosco: PilaresEl 26 de mayo de 1862 Don Bosco había prometido a sus jóvenes que les narraría algo muy agradable en los últimos días del mes. El 30 de mayo, pues, por la noche les contó una parábola o semejanza según él quiso denominarla. He aquí sus palabras: «Os quiero contar un sueño. Es cierto que el que sueña no razona; con todo, yo que Os contaría a Vosotros hasta mis pecados si no temiera que salieran huyendo asustados, o que se cayera la casa, les lo voy a contar para su bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algunos días. Figúrense que están conmigo a la orilla del mar, o mejor, sobre un escrollo aislado, desde el cual no ven más tierra que la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una multitud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado  espolón de hierro a modo de lanza que hiere y  traspasa todo aquello contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y de armas de diferentes clases; de material incendiario y también de libros (televisión, radio, internet, cine, teatro, prensa), y se dirigen contra otra embarcación mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al menos  acerle el mayor daño posible.
A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta numerosas navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los enemigos. En medio de la inmensidad del mar se levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distante la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum. Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium. El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitaneada y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al comprobar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves respectivas.
Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne por segunda vez a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa. El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas  cadenas. Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se toma cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino. A veces sucede que por efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento suave de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen.
Disparan entretanto los cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el mar. Entonces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a luchar empleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate. Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente. Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido  inmediatamente; de suerte que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos comienzan a desanimarse. El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al espacio comprendido entre ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.
Todas las naves que hasta aquel  omento habían luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa, se dan a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas. Otras naves, que por miedo al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada por el Papa. En el mar reina una calma absoluta. Al llegar a este punto del relato, San Juan Bosco preguntó a Beato Miguel Rúa: —¿Qué piensas de esta narración? Beato Miguel Rúa contestó: —Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan aniquilarla.
Las dos columnas salvadoras me parece que son la devoción a María Santísima y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Beato Miguel Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y San Juan Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente añadió: —Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expresión. Las naves de los enemigos son las persecuciones. Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por las naves que intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto! Devoción a María Santísima. Frecuencia de Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos nosotros y para hacerlos practicar a los demás siempre y en todo momento. ¡Buenas noches! Las conjeturas que hicieron los jóvenes sobre este sueño fueron muchísimas, especialmente en lo referente al Papa; pero Don Bosco no añadió ninguna otra explicación. Cuarenta y ocho años después —en A.D. 1907— el antiguo alumno, canónigo Don Juan Ma. Bourlot, recordaba perfectamente las palabras de San JuanBosco. Hemos de concluir diciendo que César Chiala y  sus compañeros, consideraron este sueño como una verdadera visión o profecía.

LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO— A.D. 1860
(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181)
En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:
— Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del jueves y delviernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.
Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?
— Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.

Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños  acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror. El tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.
Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: —¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí:) —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.
Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.
Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.
Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el  infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.
Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos.Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.
Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las  iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas. Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida! Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme— añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando.
El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco preguntó al guía: —¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.
Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.
En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y  mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi  precipitarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas (y malos programas de televisión e internet e impureza y pornografía y anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y asesinatos de aborto y herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera  spontánea y meritoria, porque no proceden rectamente.
Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón apegado al pecado.  —¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo.
Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et stridor dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.
Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale salietur. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con  una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos condenados?  Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó:
—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté y observé que  odos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo.
Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado  mal o las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden.
Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta: —Avertere!... Avertere!...  —¿Qué quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri, íncidunt in tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo!
Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior.
Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me parece que debe ser la  oberbia. —No, me respondió.—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención.
Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin  tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.  Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.
Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal.
El guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como ¡as vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y tas puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación,  o pude dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la explicación consiguiente.
Como lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del Demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: El tesoro de la  Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias. Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo que el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.

LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887
(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285)
En la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la noche precedente no había podido descansar, pensando en un sueño espantoso que había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo un verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le decía — oyesen el relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o huirían espantados para no escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me es posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en su realidad los castigos reservados a los pecadores en la otra vida. El Santo vio las penas del infierno. Oyó primero un gran ruido, como de un terremoto. Por el momento no hizo caso, pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó un estruendo horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y espanto, con voces humanas inarticuladas que, confundidas con el fragor general, producían un estrépito espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para averiguar cuál pudiera ser la causa de aquel finís mundi, pero no vio nada de particular. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni con los ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.
San Juan Bosco continuó así su relato: —Vi primeramente una masa informe que poco a poco fue tomando la figura de una formidable cuba de fabulosas dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo. Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose más precisos, de forma que pude oír estas palabras: —Multi gloriantur in terris et cremantur  n igne. Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas indescriptiblemente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las orejas, casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las piernas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos humanos se unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y de otros animales.
Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces, cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué significaba tan extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus famem patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se hacía ante él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a aquellos infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror era cada vez más opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo? —Sí —replicó una voz—, hay un remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oro o con plata. —Pero estas son cosas materiales. —No; aurum et thus. Con la oración incesante y con la frecuente comunión se podrá remediar tanto mal. Durante este diálogo los gritos se hicieron más estridentes y el aspecto de los que los emitían era más monstruoso, de forma que, presa de mortal terror, se despertó. Eran ¡as tres de la mañana y no le fue posible cerrar más un ojo. En el curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.

31 de Enero, San Juan Bosco

miércoles, 30 de enero de 2013

Oración para librarnos del Purgatorio


 Fuente: www.benditasalmas.org
Promesa hecha por Jesús a Santa Brígida de Suecia:
Ya fueron repetidas las oportunidades en que me encuentro a gente de distinta edad que hace la oración de Santa Brigida, para librarse del purgatorio según la promesa que el mismo Jesús le hiciera a la santa. Ayer encontré un joven de veinte años que luego de dialogar sobre las cosas de Dios y su influencia en nuestra vida, me confesó que hace a diario la oración a Santa Brígida. Fue en ese momento en que decidi volver a enviar esta maravilla de la Iglesia a nuestros lectores, para su beneficio personal y el de quienes mas aman.
ORACION DE SANTA BRÍGIDA

A ser rezada durante 12 años

Santa Brigida de Suecia recibió abundantes revelaciones del Señor sobre el purgatorio, y en particular fue bendecida con una promesa de liberación del purgatorio para quien cumpla con una oración diaria durante 12 años de forma ininterrumpida. El esfuerzo y el compromiso es grande, pero según lo revelara Jesús a la santa, quien tenga la perseverancia y rece en forma diaria estas siete oraciones con devoción, se acercará a la purificación que sufrieron los mártires, y al merecimiento de su corona.  Las palabras deben ser rezadas meditando su significado, hablando al Señor en forma sincera mientras se reza.También la familia del alma devota recibirá abundantes Gracias del Señor.

Verán al fin del texto un documento de Su Santidad Juan Pablo II sobre Santa Brigida, para que conozcamos quien fue esta excepcional alma, mientras meditamos sobre adoptar el consejo que Jesús le diera.


Esta devoción ha sido declarada buena y recomendada tanto por el por el Sacro Collegio de Propaganda Fidei, como por el Papa Clemente XII.- El Papa Inocencio X confirmó esta revelación como “venida del Señor”.
 


PROMESAS

1. El alma que las reza no sufrirá ningún Purgatorio.
 
2. El alma que las reza será aceptada entre los mártires como si hubiera derramado su propia sangre por la fe.
 
3. El alma que las reza puede elegir a otros tres a quienes Jesús mantendrá luego en un estado de Gracia suficiente para que se santifiquen.
 
4. Ninguno de las cuatro generaciones siguientes al alma que las reza se perderá en el fuego del infierno.

5. El alma que las reza será consciente de su muerte un mes antes de que ocurra.
 

* En caso de que la persona que las reza muera antes de cumplirse los doce años, el Señor aceptará estas oraciones como si se hubieran rezado en su totalidad. Si se salteara un día o un par de días con justa causa, podrán se compensados luego.


Oración de Santa Brígida


Oh Jesús, ahora deseo rezar la oración del Señor siete veces junto con el amor con que Tú santificaste esta oración en Tu Corazón. Tómala de mis labios hasta Tu Sagrado Corazón. Mejórala y complétala para que le brinde tanto honor y felicidad a la Trinidad en la tierra como Tú lo garantizaste con esta oración. Que esta se derrame sobre Tu santa humanidad para la glorificación de Tus dolorosas heridas y la preciosísima Sangre que Tú derramaste de ellas. Amén



1. LA CIRCUNSICIÓN

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria


Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco las primeras heridas, los primeros dolores y el primer derrame de Sangre como expiación de los pecados de mi infancia y de toda la humanidad, como protección contra el primer pecado mortal, especialmente entre mis parientes.


2. LA AGONÍA DE JESÚS EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria


Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco el intenso sufrimiento del Corazón de Jesús en el Huerto de los Olivos y cada gota de sudor de Sangre como expiación de mis pecados del corazón y los de toda la humanidad, como protección contra tales pecados y para que se extienda el Amor Divino y Fraterno.


3. LA FLAGELACIÓN

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria

Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco las heridas, los dolores y la preciosísima Sangre de la flagelación como expiación de mis pecados de la carne y los de toda la humanidad, como protección contra tales pecados y la preservación de la inocencia, especialmente entre mis parientes.


4. LA CORONACIÓN DE ESPINAS

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria


Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco las heridas, los dolores y la preciosísima Sangre de la sagrada Cabeza de Jesús luego de la coronación de espinas, como expiación de mis pecados del espíritu y los de toda la humanidad, como protección contra tales pecados y para que se extienda el 
Reino de Cristo aquí en la tierra.


5. CARGANDO LA CRUZ

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria


Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco los sufrimientos en el camino a la Cruz, especialmente la santa herida en Su H
ombro y la preciosísima Sangre como expiación de mi negación de la Cruz y la de toda la humanidad, todas mis protestas contra Tus Planes Divinos y todos los demás pecados de palabra, como protección contra tales pecados y para un verdadero amor a la Cruz.


6. LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria


Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco a Tu Hijo en la Cruz, cuando lo clavaron y lo levantaron, las heridas en Sus Manos y en Sus Pies y los tres hilos de la preciosísima Sangre que derramó allí por nosotros, las extremas torturas del Cuerpo y del Alma, Su muerte preciosa y Su renovación no sangrienta en todas las Santas Misas de la tierra, como expiación de todas las heridas contra los votos y normas dentro de las Órdenes, como reparación de mis pecados y los de todo el mundo, por los enfermos y moribundos, por todos los santos sacerdotes y laicos, por las intenciones del Santo Padre por la restauración de las familias cristianas, para el fortalecimiento de la Fe, por nuestro país y por la unión de todas las naciones en Cristo y Su Iglesia, así como también por la diáspora.


7. LA LLAGA DEL COSTADO DE JESÚS

Padre Nuestro, Avemaría, Gloria


Padre Eterno, acepta como dignas, por las necesidades de la Santa Iglesia y como expiación de los pecados de toda la humanidad, la preciosísima Sangre y el Agua que manó de la herida del Sagrado Corazón de Jesús. Sé Misericordioso para con nosotros. ¡Sangre de Cristo, el último contenido precioso de Su Sagrado Corazón, lávame de todas mis culpas de pecado y las de los demás! ¡Agua del costado de Cristo, lávame totalmente de las penitencias del pecado y extingue las llamas del Purgatorio para mí y para todas las almas del Purgatorio! Amén




Juan Pablo II sobre Santa Brígida de Suecia

Presentamos algunos fragmentos  de la CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPRIO» PARA LA PROCLAMACIÓN DE SANTA BRÍGIDA DE SUECIA, SANTA CATALINA DE SIENA Y SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ COPATRONAS DE EUROPA, del 1 de octubre de 1999


Brígida, nació en una familia aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región sueca de Uppland. Es conocida sobre todo como mística y fundadora de la orden del Santísimo Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la primera parte de su vida como una laica felizmente casada con un cristiano piadoso, con el que tuvo ocho hijos. Al proponerla como patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no solamente quienes han recibido la vocación a una vida de especial consagración, sino también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de la vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación de formar una familia cristiana.

Sin dejarse seducir por las condiciones de bienestar de su clase social, vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la que el amor conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la sagrada Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además, solía servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada por sus dotes pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el tiempo en que se solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo. Esta experiencia hizo madurar los consejos que daría en diversas ocasiones a príncipes y soberanos para el correcto desempeño de sus tareas. Pero los primeros en beneficiarse de ello fueron, como es obvio, sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas, Catalina, sea venerada como santa.

Este período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La peregrinación que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en 1341 cerró simbólicamente esta fase, preparando a Brígida para su nueva vida, que comenzó algunos años después, cuando, a la muerte de su esposo, oyó la voz de Cristo que le confiaba una nueva misión, guiándola paso a paso con una serie de gracias místicas extraordinarias.

Brígida, dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los horizontes, no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo espirituales de su mente y su corazón. Muchos lugares de Italia la vieron, aún peregrina, deseosa de venerar las reliquias de los santos. De este modo visitó Milán, Pavía, Asís, Ortona, Bari, Benevento, Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de San Miguel Arcángel en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada entre 1371 y 1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra Santa, lo que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en los lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.

En realidad, más aún que con este devoto peregrinar, Brígida se hizo partícipe de la construcción de la comunidad eclesial con el sentido profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, en un momento ciertamente crítico de su historia. En efecto, la íntima unión con Cristo fue acompañada de especiales carismas de revelación, que hicieron de ella un punto de referencia para muchas personas de la Iglesia de su tiempo. En Brígida se observa la fuerza de la profecía. A veces, su tono parece un eco del de los antiguos profetas. Habla con seguridad a príncipes y pontífices, desvelando los designios de Dios sobre los acontecimientos históricos. No escatima severas amonestaciones también en lo referente a la reforma moral del pueblo cristiano y del clero mismo (cf. Revelationes, IV, 49; también IV, 5). Algunos aspectos de su extraordinaria producción mística suscitaron en aquel tiempo dudas razonables, sobre las que se realizó un discernimiento eclesial, remitiéndose a la única revelación pública, que tiene su plenitud en Cristo y su expresión normativa en la sagrada Escritura. En efecto, tampoco las experiencias de los grandes santos están exentas de los límites inherentes a la recepción humana de la voz de Dios.

Así es, y multiplicará por 100 los dividendos!!!




No sé cuándo terminaré de trabajar para Dios Nuestro Señor aquí en la tierra, pero espero merecer de Él esa jubilación cuando Él me la quiera dar... Bueno, espero ser digno de recibirla.
Jorge Enrique Mújica, LC | http://twitter.com/web_pastor

30 de Enero, Santa Jacinta Mariscotti



Autor: . | Fuente: Archidiócesis de Madrid
Jacinta Mariscotti, Santa - Virgen -
Terciaria Franciscana
Martirologio Romano: En la ciudad de Viterbo, en el Lacio (hoy Italia), santa Jacinta Mariscotti, virgen, de la Tercera Orden Regular de San Francisco, la cual, después de perder quince años entregada a vanos deleites, abrazó con ardor la conversión y promovió confraternidades para consolar a los ancianos, fomentando el culto a la Eucaristía (1640).

Etimología; Jacinta = Aquella que es bella como la flor del jacinto, es de origen griego,

Fecha de canonización: 24 de mayo de 1807 por el Papa Pío VII.
Puede ser un ejemplo para las niñas-bien. Bueno, es un ejemplo para todos, pero dado que su vida pasó por unas situaciones peculiares de quienes proceden de buena cuna, tienen bienes materiales abundantes y hasta pueden predecir un futuro lleno de posibilidades que mucha gente llama ´idealesª..., pues por eso escribí lo que escribí. Sobre todo, cuando esas previsiones de futuro probables se convierten en sólo futuribles por las disposiciones de la Divina Providencia. Y si no, conozcamos algo de su vida.

Nació cerca de Viterbo, en Vignatello, en el año 1585 del matrimonio formado por Marcantonio Mariscotti y Octavia Orsini, condesa de Vignatallo. Top en la sociedad del tiempo. De sus hermanos hay algo que decir también. Ginebra, que se llamó luego Inocencia, vivió y murió santamente como Terciaria Franciscana de San Bernardino. Hortensia, joven virtuosa que casó con el marqués de Podio Catino, Paolo Capizucchi. Sforza se casó con Vittoria Ruspoli y heredó el título de la familia de los Mariscotti. Galeazo trabajó y murió en la Curia romana.

Se llamó Clarix como nombre bautismal. Sus padres quisieron darle la mejor educación y pensaron que el camino óptimo era ponerla junto a sor Inocencia, su hermana, para que creciera al calor de los buenos ejemplos y virtudes del monasterio. Su intención fue más buena que acertada. Todo lo de fuera le ilusiona, le atrae, le embelesa y encanta más que el aire religioso de dentro. Abandona el monasterio y como conoce su hermosura y la prosapia de su familia, se hace vanidosa, presumida y coqueta. Más, cuando su hermana encontró su buen partido y, enamorada, contrajo matrimonio; ahora se vuelve tan ligera, mundana y extraviada que está a las puertas de su definitiva ruina espiritual.

El único camino viable es entrar de la peor gana en el monasterio; y, más por despecho que por vocación, toma el hábito de Terciaria franciscana con el nombre de Jacinta. Tiene veinte años.

Por diez años, que son bastantes, lleva en el convento una vida mundana. Su celda parece un bazar por los lujosos adornos; la piedad en ella es tibieza; la mortificación prescrita, un tedio; hasta recibe las amonestaciones con desprecio.

Pero con treinta años llega la hora de Dios y surge potente la casta noble y cristiana que lleva dentro. Una enfermedad grave la espabila del sueño. Una confesión general es el comienzo. Se suceden los actos de petición de perdón, de arrepentimiento, está horrorizada por el mal ejemplo... suenan las disciplinas en público, da besos en los pies de sus hermanas, obediencia rendida, aceptación de los sufrimientos. La conversa aparece en público alguna vez como animal, con la soga al cuello. Aunque claramente se tiene por la mujer más pecadora la nombran vicesuperiora y maestra de novicias pero ha de vencer su repugnancia a intentar educar a otras que son mejores. Ahora tiene su contento en la oración, es devota del Arcángel san Miguel, ama sin cansancio la contemplación de la Pasión de Jesucristo, la Misa le da lágrimas, las imágenes de la Virgen son su refugio. Le causan pena las almas que pasan por el extravío del pecado y por su recuperación para Dios funda dos cofradías: La Compagnia dei Sacconi para la atención material de los enfermos y ayudarlos a bien morir y La Congregación de los Oblatos de María para avivar la piedad, hacer obras de caridad y fomentar el apostolado de los seglares. Aquí ya quiso recompensar Dios a su sierva enamorada con dones extraordinarios como el de profecía, milagros, penetra los corazones, es instrumento de conversión y el éxtasis es frecuente en ella ... Así hasta que murió el año 1640, cuando tenía cincuenta y cinco.


COMO TEMPLAR EL ACERO - Para Reflexionar -

 

 Durante muchos años un herrero trabajó con ahínco, practicó la caridad, pero, a pesar de toda su dedicación, nada parecía andar bien en su vida; muy por el contrario sus problemas y sus deudas se acumulaban día a día.

Una tarde, un amigo que lo visitaba, y que sentía compasión por su situación difícil, le comentó: "Realmente es muy extraño que justamente después de haber decidido volverte un hombre temeroso de Dios, tu vida haya comenzado a empeorar. No deseo debilitar tu fe, pero a pesar de tus creencias en el mundo espiritual, nada ha mejorado."

El herrero no respondió enseguida, él ya había pensando en eso muchas veces, sin entender lo que acontecía con su vida, sin
embargo, como no deseaba dejar al amigo sin respuesta, comenzó a hablar, y terminó por encontrar la explicación que buscaba. He aquí lo que dijo el herrero:

"En este taller yo recibo el acero aún sin trabajar, y debo transformarlo en espadas. ¿Sabes tú cómo se hace esto? primero, caliento la chapa de acero a un calor infernal, hasta que se pone al rojo vivo, enseguida, sin ninguna piedad, tomo el martillo más pesado y le aplico varios golpes, hasta que la pieza adquiere la forma deseada, luego la sumerjo en un balde de agua fría, y el taller entero se llena con el ruido y el vapor, porque la pieza estalla y grita a causa del violento cambio de temperatura. Tengo que repetir este proceso hasta obtener la espada perfecta, una sola vez no es suficiente."

El herrero hizo una larga pausa, y siguió: "A veces, el acero que llega a mis manos no logra soportar este tratamiento. El calor, los martillazos y el agua fría terminan por llenarlo de rajaduras. En ese momento, me doy cuenta de que jamás se transformará en una buena hoja de espada y entonces, simplemente lo dejo en la montaña de hierro viejo que ves a la entrada de mi herrería."

Hizo otra pausa más, y el herrero terminó: "Sé que Dios me está colocando en el fuego de las aflicciones. Acepto los martillazos que la vida me da, y a veces me siento tan frío e insensible como el agua que hace sufrir al acero. Pero la única cosa que pienso es: Dios mío, no desistas, hasta que yo consiga tomar la forma que Tú esperas de mí. Inténtalo de la manera que te parezca mejor, por el tiempo que quieras, pero nunca me pongas en la montaña de hierro viejo de las almas."