¿Habrá llegado ¡oh Salvador mío! ese tiempo en el cual sólo encontraréis unos pocos cristianos animados del espíritu de fe y perseverantes en la oración?
¿Por un justo pero terrible efecto de vuestra indignación, habréis retirado de nosotros vuestra protección?
¿Los crímenes de vuestros hijos habrán provocado sin remisión vuestra justicia?
Autor y conservador de nuestra fe; con el corazón sumido en la más profunda amargura, os suplicamos encarecidamente, no permitáis que de entre nosotros y nuestras familias, se ausente esta antorcha sagrada.
Acordaos, Dios mío, de vuestras antiguas misericordias, mirad compasivo esta tierra regada con la sangre de generosos mártires, fecundada con los sudores de celosos apóstoles, humedecida con las lágrimas de ardorosos penitentes y fertilizada con las oraciones de inocentes vírgenes.
Detened, ¡Dios de la justicia! detened la mano del ángel exterminador.
Apartad vuestra mirada de nuestros pecados y fijadla sobre esa Sangre adorable que clama por nuestra salvación y os la pide todos los días sobre nuestros altares.
Dejadnos la fe y, que las enfermedades nos aflijan, que las tribulaciones nos consuman y que el infortunio nos devore con tal que nos dejéis la fe. Privados de tan precioso tesoro, nuestra miseria será espantosa: nada por el contrario podrá igualar a nuestra ventura si continuáis enriqueciéndonos con ella. Así sea. (Con licencia eclesiástica).
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