jueves, 3 de enero de 2013

LA SANTA LÁGRIMA


Dijón, Francia 1099

En un valle encantador, a algunas leguas de Dijón, Francia, sobre una escarpada roca, se levantaba el castillo de Marigni, del cual quedan hoy solamente las ruinas. En tiempo de la primera Cruzada, en 1099, el castillo pertenecía a un joven señor, Guillermo de Marigni, que respondió con entusiasmo al grito de Pedro el Ermitaño. Triste, pero lleno del heroísmo de un alma que no escucha sino el deber, dejó su joven esposa y sus tiernos hijos, con el deseo de librar del yugo musulmán a los cristianos de Palestina y el Santo Sepulcro. El resultado de esta generosa empresa fue feliz: Jerusalén fue libertada y el Santo Sepulcro devuelto a la piedad de los fieles y a la veneración del orbe católico.

El día de la batalla de Ascalón, que abrió al ejército cristiano el camino de Jerusalén, un gran número de musulmanes fueron hechos prisioneros y se los condujo a la ciudadela de Sión, donde un anciano solitario, que había establecido su vivienda cerca de la gruta de la Agonía, iba todos los días a consolarlos para suavizar su cautiverio y animarlos con palabras de fe cristiana para lograr su conversión. Pero el mahometano tiene en su corazón un odio profundo a todo lo que se relaciona con el cristianismo, de manera que aquellos desgraciados persistían en sus errores.

De noche, el piadoso ermitaño elevaba sus fervorosas súplicas al Señor, acompañadas de lágrimas y de ásperas penitencias. Se le ocurrió un día conducir a sus prisioneros a la cumbre del Calvario y ofrecer el divino Sacrificio delante de ellos en el lugar donde Cristo murió por todos los hombres.

Arrastrados por el deseo de abandonar por algunos instantes su prisión, los cautivos aceptaron la invitación. El santo solitario celebró con el mayor fervor los divinos Misterios y trató de arrancar al Cielo la conversión de aquellos infieles.

Y ¡oh prodigio!, en el momento solemne de la elevación, cuando con sus manos trémulas elevaba la Hostia Santa, los ojos maravillados de los hijos del desierto vieron en su lugar un tierno niño de extraordinaria belleza, cuyo cuerpo divino brillaba como el sol. Y cuando, a su vez, el sacerdote levantó sobre su cabeza el cáliz de cristal, apareció lleno de una sangre roja que resplandecía también. En el momento de la Comunión el niño se ocultó a la vista, y sólo se vieron las apariencias del pan; pero la sangre preciosa quedó sin velo y el sacerdote llevó a sus labios la copa de la divina bebida. Por respeto al prodigio no purificó el cáliz, y una gota de la sangre divina quedó en el fondo de él.

La vista de este prodigio acabó en las almas la obra que comenzara el ermitaño, y aquellos afortunados infieles abandonaron el error, y sus almas fueron regeneradas por el bautismo y convertidas a la verdadera fe. La reliquia milagrosa
se llamó “La Santa Lágrima”.

Cuando Guillermo de Marigni volvió a Francia, obtuvo del Patriarca de Jerusalén el favor de llevar consigo la Santa Lágrima, que colocó con honor y pie-dad en la capilla de su castillo, donde las poblaciones del Contorno no tardaron en rodearla de un culto fervoroso y siempre creciente. Todos los años, el Martes de Pentecostés, se sacaba la insigne reliquia del tesoro donde se la conservaba y se exponía a la devoción de los fieles, que en gran número acudían a contemplar y venerar la gota de sangre, a través del límpido cristal, y certificar que se conservaba siempre roja y fresca como en la mañana del milagro

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