miércoles, 24 de octubre de 2012

EL ANILLO



-Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para nada. Me dicen que no sirvo, que todo lo hago mal, que soy torpe... Todo esto es cierto, pero ¿cómo puedo mejorar?, ¿qué puedo hacer para que me valoren? Me encuentro hundido en el desánimo y, muchas veces, en la tristeza.

El maestro, sin apenas mirarlo, dijo:

—Cuánto lo siento, muchacho, no puedo ayudarte ahora, debo resolver primero un asunto propio. Quizá más tarde...

Y después de una pausa, agregó:

—Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este problema con más rapidez, y entonces tal vez te pueda atender.

—En... encantado, maestro –titubeó el joven; pero sintió en lo íntimo del alma que una vez más era poco valorado, y postergado.

—¡Bien! –asintió el maestro.

Tomó entonces un anillo que llevaba en un dedo y se lo dio al muchacho, mientras le decía:

—Llévate el caballo que está ahí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo para satisfacer una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero en ningún caso aceptes menos de una moneda de oro. Ve y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.

El joven tomó el anillo y partió enseguida.

Apenas llegó al mercado comenzó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con cierto interés, hasta que el joven declaraba lo que pretendía por el anillo. Cuando mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros volvían la cara y solo un viejecito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para cambiarla por aquel anillo.

Con afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta, aunque estuvo tentado de aceptarla.

Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado –más de cien personas–, y abatido por su fracaso, montó en su caballo y regresó.

—Maestro –le dijo al llegar–, lo siento, no pude alcanzar lo que me pediste. Quizá pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto al verdadero valor del anillo.

—¡Qué importante es lo que acabas de decir, joven amigo!, –contestó el maestro–. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve, pues, a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que quieres vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Esto es importante. Vuelve aquí con mi anillo.

El joyero examinó despacio el anillo a la luz del candil con su lupa, lo limpió bien, lo pesó y luego le dijo:

—Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender YA, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.

—¡58 monedas! –exclamó el joven.

—Sí, –replicó el joyero–, yo sé que con tiempo podríamos obtener por él 70 monedas o más. Es muy bueno. Pero no sé... si la venta es urgente...

El joven corrió emocionado a la casa del maestro, a contarle lo sucedido.

—Siéntate –dijo el maestro– y escucha con atención: Tú eres como este anillo: una joya muy bien trabajada, muy valiosa y única. Y como tal, solo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera te señale tu verdadero valor?

Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo.



Bien sabemos que el joyero es Dios. Y Él conoce lo que valemos.

Cada uno somos una piedra preciosa de valor incalculable: ¡somos sus hijos!

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