Ramón
Sarroy vió la luz de este mundo por primera vez en la localidad de
Portell, situada en la comarca catalana de la Segarra, en lo que hoy es
España, cerca de Barcelona, en los inicios del siglo XIII.
Descendía de padres
virtuosos, emparentados con la ilustre familia de Cardona. Su madre
murió antes de venir Ramón al mundo, y el niño vivió gracias a una
operación cesárea practicada con una daga de cazador sobre el cuerpo ya
muerto de su madre, por lo que se le llamó “nonato”, del latín non natus, que significa “no nacido”.
Desde muy temprana edad fue
devoto, humilde, manso, prudente, obediente a su padre, temeroso de Dios
cuidadoso de su conciencia, limpio en los pensamientos, modesto en su
porte, discreto en las palabras, como un ángel en su actuar y querido
por todos los que le conocían.
Su padre lo envió a Barcelona
para que cursara sus estudios, cultivara relaciones con gente
importante e hiciera carrera y fortuna. Pero Ramón dio muestras de
inclinarse a los asuntos de Dios y buscaba la amistad del padre Pedro
Nolasco, quien después vendría a ser el santo fundador de la orden de
los mercedarios. Como esto contrariaba sus planes, su padre le hizo
volver a Portell y lo puso al cuidado de ovejas en una finca de su
propiedad.
Mientras Ramón pastoreaba sus
rebaños por la seca y áspera Segarra, goza del silencio y el contacto
con la naturaleza, siente con más fuerza la llamada interior, habla sin
cesar con Dios, y siente crecer en su corazón un amor enorme por la Virgen María.
Otros pastores acusaron a
Ramón diciendo a su padre que abandonaba el rebaño por sus oraciones en
la ermita de San Nicolás y allí encontró a su hijo, orando... pero,
¿quién era aquel joven tan fuerte que cuidaba de las ovejas mientras su
hijo rezaba? Se dio cuenta de que el cielo acudía en favor de Ramón,
enviando a un ángel para ayudarle, y nunca más volvió a intervenir en el
llamado de Dios a su hijo.
Pocos
días después la misma Santísima Virgen María le anunció al joven pastor
su deseo de que ingresara como religioso en la Orden de la Merced,
recién fundada en Barcelona para la redención de los cristianos que, en
aquel entonces, eran secuestrados o apresados por los musulmanes que
exigían dinero como rescate a cambio de su libertad, si no lo obtenían,
los esclavizaban o torturaban hasta morir, a menos que se convirtieran
al islamismo.
Así, Ramón viajó a Barcelona y
se puso en manos de San Pedro Nolasco, el fundador de la Merced.
Creciendo siempre en el gozo de la virtud, cumplió el año del noviciado,
hizo solemne profesión y recibió las sagradas órdenes. La presencia del
joven fraile en el hospital de Santa Eulalia de Barcelona acrecentó su
fama de bondad entre propios y extraños.
La caridad de Cristo le urgía
a atender los dolores del prójimo y a ir a Argel, el principal mercado
de esclavos de África, para poner en práctica el cuarto voto mercedario
de la redención: “estar dispuestos a entregarse como rehenes y dar la
vida, si fuese necesario, por el cautivo en peligro de perder su fe”,
para ayudar a la salvación de las almas, en medio de enemigos, en la
esclavitud, en las mazmorras, en los mercados africanos de venta de
esclavos... para servir a Jesús hasta el martirio.
Designado por sus superiores
para ir en redención de los cautivos, la alegría de padecer por Cristo y
sus hermanos le inundaba. La Virgen le dijo: “como mi Hijo se sacrificó
en la cruz, así tú has de moler el grano de tu cuerpo en el suplicio y
en el dolor, y como Él es alimento y sostén en la Eucaristía, tú lo
serás también de tus hermanos”.
Y
Ramón predicó a los cautivos, los fortaleció en la fe, los consoló en
los trabajos y exhortó a la paciencia. Servía a los enfermos, y curó a
muchos de ellos. Se dice que pagó rescate por 600 cautivos en total.
Cuando se acabaron las limosnas que traía de España para la redención,
Ramón se convirtió en cautivo a cambio de la libertad de un cristiano.
Su cautiverio lo aprovechó para tratar con moros y judíos, impugnar sus
errores, enseñarles la fe católica y convertirlos al cristianismo con
santas y eficaces razones.
Su predicación no pasó
desapercibida: lo desnudaron y apalearon públicamente y se dice que,
para que no volviese a hablar, le perforaron los labios con un hierro
candente y se los cerraron con un candado, por espacio de ocho meses,
que solo le abrían una vez al día, para comer su ración de pan de
cebada. La Virgen, que le había asociado a Jesucristo en la tarea de
redimir y salvar a sus hermanos los esclavos, no le dejó sólo en este
martirio, sino que acudía a él para consolarle.
Los mercedarios lograron
reunir el dinero para su rescate y, cuando llegó a Argel, embarcaron a
Ramón hacia España. Ya en Barcelona, se le hizo un recibimiento como a
un héroe triunfal. Pero él, ignorando aplausos, cantos y alabanzas, se
abrió paso entre la gente que le aclamaba y corrió al sagrario de su
convento a echarse a los pies de Jesús.
La noticia de su caridad, de
su defensa de la fe, de su evangelización, de su labor redentora y de su
martirio, llegó a conocimiento del papa Gregorio IX, quien le creó
cardenal de la Santa Iglesia, sin que esto cambiara para nada su forma
de vida austera y sacrificada.
Cuando en agosto de 1240 se
dirigía a Roma, llamado por Gregorio IX, pasó por Cardona, para
despedirse del vizconde Ramón VI, de quien era confesor. Aquí lo
atacaron de pronto intensas fiebres que lo llevaron a la muerte. Pidió
el santo viático y, como no hubo quien se lo administrase, se dice que
el mismo Jesucristo, con un gran cortejo de ángeles, le dio el Santísimo
Sacramento de su Cuerpo y Sangre.
Los
señores de Cardona, los frailes de la Merced y el Obispado de
Barcelona, contendieron sobre los restos mortales del santo. En vista de
que no se ponían de acuerdo, determinaron someterse a un arbitrio
providencial: cargar el cuerpo del santo sobre una mula ciega que no
conocía el terreno, a fin de que fuera sepultado en el lugar en que ésta
parase. Y haciéndolo así, el animal caminó sin parar por kilómetros,
seguido de una gran muchedumbre, directamente a la ermita de San Nicolás
de Portell en donde San Ramón acostumbraba rezar, allí quedaron sus
restos depositados y venerados hasta la revolución española de 1936, en
que desaparecieron.
Al volver a la ermita, volvía
al regazo de la Virgen, después de dar al mundo un pregón de amores:
mariano, eucarístico y mercedario. Desde Portell su fama creció y por su
intercesión se obraron multitud de milagros. Urbano VIII aprobó su
culto inmemorial a 9 de mayo de 1626.
Contra la mentira pagana de
un vivir materialista y comodino, se levanta la verdad alta y divina de
la vida, santidad y milagros de San Ramón Nonato, flor amable del
santoral mercedario y gloria auténtica del jardín de la Iglesia
Católica. Al correr de los siglos, su figura fue exaltada por la
devoción de los fieles, por las letras y por las artes. Las fiestas que
aún hoy se celebran en su ermita de Portell concentran muchedumbres, no
sólo de los habitantes de la Segarra, sino de toda Cataluña.
Abundan sus cofradías, y uno
de los títulos que más popularidad le granjeó fue el de ser el abogado
de las mujeres parturientas, en recuerdo de su especial nacimiento.
También figura como patrono de las obras eucarísticas.
fuente: www.adorasi.com
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