SAN LEANDROARZOBISPO DE SEVILLA
(† 600)
Leandro vio la luz en una familia de abolengo greco romano. En Cartagena de la Andalucía española. Y por los años de 535 a 540. Hermano de tres santos —San Isidoro, su sucesor en la silla Hispalense; San Fulgencio, obispo de Ecija, y Santa Florentina, virgen— santo también fue él, con su festividad litúrgica el 27 de febrero.
La carrera de su santidad se reduce a los siguientes tramos: abrazó en buena hora la vida monástica. Y su condición de monje le abrió las puertas para ejercer una preponderante influencia en la Península, sobre todo por lo que respecta al porvenir religioso de España.
La Providencia enredó así las cosas: sus padres emigraron de Cartagena a Sevilla. Nombrado obispo metropolitano de aquella ciudad, creó una escuela —ya se había dedicado a la enseñanza cuando monje— destinada a propagar la fe ortodoxa y que sirviera, a la vez, de estímulo para el estudio de todas las artes y de todas las ciencias conocidas. El mismo llevó muy entre manos los quehaceres escolares. Entre los alumnos de esta escuela se contaron los dos hijos del rey Leovigildo, Hermenegildo Y Recaredo. El ascendiente de todo buen maestro sobre el discípulo supo aprovecharlo San Leandro para mantener en la fe católica al primogénito del rey, con magnífico ejemplo y harto provecho para los católicos españoles. Hermenegildo, atraído a las lides de la fe nicena por el trato de San Leandro y los consejos de su buena esposa Ingunde, supo despreciar la herejía arriana. Leovigildo asentó la capital del reino visigodo en Toledo y asoció a su hijo en el reino, asignándole la Bética, con residencia en Sevilla. La persecución arriana —y con ella la guerra civil— estalló bien pronto contra el catolicismo. Leovigildo, en sus aires de grandeza y unificador, estimó la herejía arriana como vínculo de unión y grandeza. Todo fue llevado a sangre y fuego; la violencia de la prisión o del exilio se servirá en bandeja a los recalcitrantes. A Leandro se le obligará a abandonar su iglesia metropolitana y la patria madre.
Pero antes del destierro, cuando Leovigildo, desnaturalizado padre, asediaba al joven rey, su hijo Hermenegildo, que resistía en Sevilla la impugnación de la herejía arriana, Leandro marchó a Constantinopla a implorar socorro del emperador bizantino. En Bizancio conoció el monje obispo a otro monje —a la sazón apocrisario del papa Pelagio II en aquellas tierras— destinado a la suprema magistratura de la Iglesia: Gregorio, el magistrado romano y monje, con el que trabó una íntima amistad que unirá sus vidas en criterio y afecto hasta el fin y que Leandro sabrá explotar para el bien de España. Gregorio el Grande escribirá las Morales(exposición del libro de Job), que tanta repercusión tendrán en la ascética moral del medievo, animado por Leandro. La correspondencia gregoriana que se nos ha conservado demuestra la fuerte y perenne amistad de estos dos santos (Cf. Epíst. 1,41; 5,49; 9,121). Elevado a la Cátedra de Pedro, Gregorio se apresura a enviar a su amigo Leandro el palio arzobispal, con unas letras que revelan la alta estima que tenía de su virtud: "Os envío el palio que debe servir para las misas solemnes. Al mismo tiempo debería prescribiros las normas de vivir santamente; pero mis palabras se ven reducidas al silencio por vuestras virtuosas acciones". Es tradición que el Papa donó al arzobispo de Sevilla una venerada imagen de Nuestra Señora de Guadalupe.
Leandro regresó de Constantinopla cuando amainaba la persecución suscitada por Leovigildo. Vio el final de este rey y los buenos consejos que dio a su hijo Recaredo, sin duda influenciado por el príncipe mártir.
Una nueva era amaneció para España cuando Recaredo se sentó en el trono. Leandro pudo volver a su diócesis sevillana y el nuevo rey, vencidos los francos, convocó el histórico III Concilio de Toledo, en el año de gracia de 589. Recaredo abjura la herejía arriana: hace profesión de fe, enteramente conforme con el símbolo niceno; declara que el pueblo visigodo —unido de godos y suevos— se unifique en la fe verdadera y manda que todos sus súbditos sean instruidos en la ortodoxia de la fe católica. El alma de aquel concilio era Leandro. Y ésta es su mayor gloria. En medio de aquellas intrigas visigóticas, supo intrigar santamente en la corte real, con el exuberante fruto de la conversión de su rey. Al santo obispo de Sevilla se le debe, corno causa oculta pero eficiente, la conversión en masa del reino visigodo y la iniciación del desarrollo en España de una vida religiosa muy activa que se traslucirá en la institución de parroquias rurales y en la fundación de no pocos monasterios. La Iglesia española alcanzó, en los celebérrimos concilios de Toledo —iniciados prácticamente en este tercero— una importancia de primerísimo orden. La legislación visigótica, desde entonces, fue totalmente impregnada de cristianismo. Esta es la obra de San Leandro. Con razón podía gloriarse y exteriorizar su gozo en la clausura del concilio con estas palabras: "La novedad misma de la presente fiesta indica que es la más solemne de todas... Nueva es la conversión de tantas gentes, y si en las demás festividades que la Iglesia celebra nos regocijamos por los bienes ya adquiridos, aquí, por el tesoro inestimable que acabamos de recoger. Nuevos pueblos han nacido de repente para la Iglesia: los que antes nos atribulaban con su rudeza, ahora nos consuelan con su fe. Ocasión de nuestro gozo actual fue la calamidad pasada. Gemíamos cuando nos oprimían y afrentaban; pero aquellos gemidos lograron que los que antes eran peso para nuestros hombros se hayan trocado por su conversión en corona nuestra... Alégrate y regocíjate, Iglesia de Dios; alégrate y levántate formando un solo cuerpo con Cristo; vístete de fortaleza, llénate de júbilo, porque tus tristezas se han convertido en gozo, y en paños de alegría tus hábitos de dolor. He aquí que, olvidada de tu esterilidad y pobreza, en un solo parto engendraste pueblos innumerables para tu Cristo. Tú no predicas sino la unión de las naciones, no aspiras sino a la unidad de los pueblos y no siembras más que los bienes de la paz y de la caridad. Alégrate, pues, en el Señor, porque no has sido defraudada en tus deseos, puesto que aquellos que concebiste, después de tanto tiempo de gemidos y oración continua, ahora, pasado el hielo del invierno y la dureza del frío y la austeridad de la nieve, repentinamente los has dado a luz en gozo, como fruto delicioso de los campos, como flores alegres de primavera y risueños sarmientos de vides".
Poco después de este acontecimiento, de los más grandes en la historia del cristianismo español —la conversión de los visigodos fue real y sincera—, fue elevado al Pontificado en 590, Gregorio el Magno. El Papa y amigo felicitó efusivamente a Leandro.
El metropolitano de Sevilla consagró el resto de su vida a edificar a su pueblo con la práctica de la virtud —luz que ilumina— y el trabajo de sus escritos —sal que condimenta—. Entre sus obras escritas —todas perdidas, a excepción de algunos fragmentos de su discurso en el III Concilio de Toledo y la que ahora indicamos— se destaca por el encanto y doctrina evangélica que contiene la carta que dirigió a su hermana Florentina. Es un bello tratadito sobre el desprecio del mundo y la entrega a Dios de las vírgenes consagradas. Influyó sobremanera en la posteridad para el género de vida monástico femenino. Comúnmente se llama a esta carta la regla de San Leandro.
Los últimos años de su vida, retirado de la política, fueron fecundos en obras santas, dignas del mejor obispo: penitencias, ayunos, estudio de las Sagradas Escrituras, obligaciones pastorales. Afligido por la enfermedad de la gota —la misma enfermedad que sufría por entonces su amigo Gregorio el Magno— supo recibirla como un favor del cielo y como una gracia muy grande para expiar sus faltas,
Moría probablemente el mismo año que Recaredo, en 601, dejando fama de verdadero hombre de estado y de obispo digno del apelativo de su amigo, grande.
JUAN MANUEL SANCHEZ GÓMEZ
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