Descubrieron un nuevo rostro de Dios, una nueva realeza: la del amor.
Las
palabras del Papa durante el rezo del Ángelus, el miércoles 6 de enero
de 2010 con los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro en la
Solemnidad de la Epifanía del Señor.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Celebramos
hoy la gran fiesta de la Epifanía, el misterio de la Manifestación del
Señor a todas las gentes, representadas por los Magos, venidos de
Oriente para adorar al Rey de los Judíos (cfr Mt 2,1-2). El evangelista
Mateo, que relata el acontecimiento, subraya que éstos llegaron a
Jerusalén siguiendo una estrella, avistada en su surgimiento e
interpretada como signo del nacimiento del Rey anunciado por los
profetas, o sea, el Mesías. Llegados sin embargo a Jerusalén, los Magos
necesitaron las indicaciones de los sacerdotes y de los escribas para
conocer exactamente el lugar a donde dirigirse, es decir, Belén, la
ciudad de David (cfr Mt 2,5-6; Mi 5,1).
La
estrella y las Sagradas Escrituras fueron las dos luces que guiaron el
camino de los Magos, los cuales aparecen como modelos de los auténticos
buscadores de la verdad.
Éstos eran
unos sabios, que escrutaban los astros y conocían la historia de los
pueblos. Eran hombres de ciencia en un sentido amplio, que observaban el
cosmos considerándolo casi un gran libro lleno de signos y de mensajes
divinos para el hombre. Su saber, por tanto, lejos de considerarse
autosuficiente, estaba abierto a ulteriores revelaciones y llamadas
divinas. De hecho, no se avergüenzan de pedir instrucciones a los jefes
religiosos de los judíos. Habrían podido decir: hagámoslo solos, no
necesitamos a nadie, evitando, según nuestra mentalidad actual, toda
“contaminación” entre la ciencia y la Palabra de Dios.
En
cambio los Magos escuchan las profecías y las acogen; y, apenas se
vuelven a poner en camino hacia Belén, ven nuevamente la estrella, casi
como confirmación de una perfecta armonía entre la búsqueda humana y
la Verdad divina, una armonía que llenó de alegría sus corazones de
auténticos sabios (cfr Mt 2,10). El culmen de su itinerario de búsqueda
fue cuando se encontraron ante "el niño con María su madre" (Mt 2,11).
Dice el Evangelio que “postrándose le adoraron". Habrían podido
quedarse desilusionados, es más, escandalizados. En cambio, como
verdaderos sabios, se abrieron al misterio que se manifiesta de modo
sorprendente; y con sus dones simbólicos demostraron que reconocían en
Jesús al Rey y al Hijo de Dios. Precisamente en ese gesto se cumplen
los oráculos mesiánicos que anuncian el homenaje de las naciones al
Dios de Israel.
Un último detalle
confirma, en los Magos, la unidad entre inteligencia y fe: es el hecho
de que “advertidos en sueños de que no volvieran a Herodes, volvieron a
su tierra por otro camino" (Mt 2,12). Habría sido natural volver a
Jerusalén, al palacio de Herodes y al Templo, para proclamar su
descubrimiento. En cambio, los Magos, que han elegido como soberano al
Niño, lo custodian escondiéndolo, según el estilo de María, o mejor de
Dios mismo, y tal como habían aparecido, desaparecieron en el silencio,
apagados, pero también cambiados tras el encuentro con la Verdad.
Habían descubierto un nuevo rostro de Dios, una nueva realeza: la del
amor. Que nos ayude la Virgen María, modelo de verdadera sabiduría, a
ser auténticos buscadores de la verdad de Dios, capaces de vivir
siempre la profunda sintonía que hay entre la razón y la fe, entre la
ciencia y la revelación.
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Autor: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net
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