¡DIOS NOS LLAMA AL COMBATE ESPIRITUAL!
Por: P. Jürgen Daum
La fiesta del Bautismo del Señor es ocasión para reflexionar sobre nuestro propio Bautismo y sus implicancias.
El Bautismo no es un mero “acto social”: marca verdaderamente un antes y
un después. Por el agua y el Espíritu fuimos sumergidos en la muerte de
Cristo para nacer con Él a una vida nueva, la vida de la gracia. ¡Por
mi Bautismo llegué a ser verdaderamente «una nueva creatura» (2Cor 5,
16)! ¡Por mi Bautismo he sido «revestido de Cristo» (Gál 3, 27)! ¡Por
mi Bautismo llegué a ser verdaderamente hijo o hija de Dios!
Pero si por mi Bautismo he sido purificado y transformado, si por el
Espíritu he sido hecho una nueva criatura, ¿por qué sigo experimentando
la inclinación al mal? ¿Por qué a pesar de proponerme una y otra vez
hacer el bien, vuelvo a hacer el mal del que me había arrepentido? ¿Por
qué soy tan débil y tan frágil ante la tentación, cediendo a ella aunque
sé que no me va a llevar a nada bueno y me va a apartar de Dios? ¿Por
qué me es tan difícil alcanzar alguna virtud, a pesar de que quiero?
¿Por qué experimento una continua lucha, a veces muy fuerte, en mi
interior? ¿No debería el Bautismo haberme arrancado también esa
inclinación al pecado, que experimento que persiste en mi, que me
combate cada día y me hace sufrir? Como Bautizado, ¡sé que debería ser
luz en el mundo! Sin embargo, descubro con tristeza que no sólo no
brillo como debería, sino que no pocas veces me he hecho tinieblas al
dejarme arrastrar por esta inclinación al mal y al pecado que
no puedo
arrancar de mí.
Enseña la fe de la Iglesia que aunque el Bautismo «borra el pecado
original y devuelve el hombre a Dios... las consecuencias para la
naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo
llaman al combate espiritual» (Catecismo de la Iglesia Católica, 405).
Esta enseñanza me da una luz fundamental y me permite entender que la
inclinación al mal que experimento en mí, así como la inercia o
dificultad que experimento para hacer el bien, no deben ser jamás una
razón para hundirme en el desaliento, o una excusa para abandonar la
lucha y renunciar al esfuerzo, sino que deben ser para mí un incesante
aguijón que me llama cada día a la lucha paciente y perseverante.
Comprende pues, que en respuesta al don de tu Bautismo es Dios mismo
quien hoy te llama a este combate decidido, y te garantiza el auxilio de
su gracia y de su amor para que puedas vencer en esta batalla, que se
prolongará sin duda a lo largo de toda tu vida.
MEDIOS CONCRETOS:
1. Al disponernos para el combate espiritual, lo primero que debemos
hacer es reconocer humildemente nuestra propia insuficiencia. Solos, con
nuestras propias fuerzas, no podremos vencer jamás. Una vez reconocida y
aceptada nuestra propia insuficiencia, hemos de acudir incesantemente a
Aquél único en quien podremos encontrar las fuerzas necesarias para
perseverar y vencer en el combate. Sin el Señor, sin la gracia que
procede de Él, todos nuestros esfuerzos tarde o temprano se mostrarán
inútiles (ver Jn 15, 5), y sólo nos hundirán en el desaliento y
desesperanza, llevándonos finalmente a abandonar la lucha. En cambio,
con Él, podremos ponernos de pie una y mil veces, podremos avanzar
aunque sea lentamente, podremos perseverar en la lucha, con la esperanza
puesta en esta promesa del Señor: «el que persevere hasta el fin, ése
se salvará» (Mc 13, 13). Esa fuerza la hemos de buscar especialmente en
la Comunión frecuente (cada semana como mínimo) y en la ConfesiÃ
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frecuente (cada semana o dos semanas es recomendable; inmediatamente si
estas en pecado grave). La fuerza la hemos de buscar también en la
oración perseverante (todos los días), en los momentos fuertes de
oración, y particularmente en la visita al Señor en la capilla del
Santísimo.
2. Junto con el recurso a la gracia divina hemos de
actuar, proponiéndonos metas concretas para ir avanzando. Se trata de
despojarme de mis vicios o hábitos pecaminosos y revestirme de las
virtudes que me enseña Cristo. Así por ejemplo, si suelo ser impaciente
con tal persona respondiéndole mal con frecuencia, me propondré dominar
mi impaciencia y responderle con amabilidad. Si agredo automáticamente
cuando me agreden, me propondré dominar mi ira ante cualquier agresión,
no responder igual, guardar la serenidad, perdonar interiormente a la
persona que me agreda (¡Con mucho mayor razón si se trata de mi
esposo/a!). Si suelo mentir, me propondré dejar de hacerlo, callar en
vez de decir una mentira, o --aunque me cueste-- decir la verdad si la
otra persona en justicia debe saberla. Si acostumbro mirar páginas
pornográficas en Internet (o “sólo de vez en cuando”), me propondré no
mirarlas más, así como luchar por purificar mi mirada en general. Si
caigo en l
ujuria,
me pondré no pecar más, rechazar toda
tentación apenas venga a mi mente con un rotundo “NO” y huir de
inmediato de toda situación u ocasión que ponga en peligro mi pureza. Si
tomo alcohol hasta emborracharme, tomaré con moderación o no lo haré en
absoluto si no soy capaz de dominarme una vez que tomo “sólo un copa”.
Si no rezo porque “la flojera me vence”, me propondré rezar todos los
días aunque sea 10 minutos, de preferencia en un momento en que no esté
cansado, a la misma hora todos los días. Si guardo rencor u odio hacia
alguna persona que me hizo daño, rechazaré todo deseo de venganza,
pediré al Señor que me conceda un corazón como el suyo, capaz de
perdonarla por el daño que me ha hecho, y rezaré por ella como rezó
Cristo desde la cruz: “Padre, perdónalo/a porque no sabe lo que hace.”
De este modo debes proponerte en la vida cotidiana “morir al pecado”
para “renacer a la vida en Cristo”, “despojarte del hombre viejo” par
a
“revestirte del Hombre nuevo”.
3. El Señor nos pide perseverar en ese combate con paciencia, con
esperanza, nunca dejarnos vencer por el desaliento, siempre pedirle
perdón humildemente por nuestras caídas levantarnos de inmediato para
volver decididos a la batalla, cuantas veces sea necesario. No olvides
que estás llamado a ser santo, y que “santo no es el que nunca cae, sino
el que siempre se levanta”.
¡A SER SANTOS!
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