Treinta
años de activísima vida misionera no caben en unas páginas. No es
posible reducir a tan breve síntesis la labor de este apóstol capuchino,
que, siempre a pie, recorrió innumerables veces Andalucía entera en
todas direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y Madrid, sin dejar
de misionar a su paso por los pueblos de la Mancha y de Toledo; que
emprendió más tarde un largo viaje desde Roma hasta Barcelona,
predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y a la vuelta por
todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de Sevilla y, atravesando
Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y Asturias, regresando por
León y Salamanca.
Pero
hay que recordar, además, que en sus misiones hablaba varias horas al
día a muchedumbres de cuarenta y aun de sesenta mil almas (y al aire
libre, porque nuestras más gigantescas catedrales eran insuficientes
para cobijar a tantos millares de personas, que anhelaban oírle como a
un “enviado de Dios”); que tuvo por oyentes de su apostólica palabra,
avalada siempre por la santidad de su vida, a los príncipes y cortesanos
por un lado y a los humildes campesinos por otro, a los intelectuales y
universitarios y a las clases más populares, al clero en todas sus
categorías y a los ejércitos de mar y tierra, a los ayuntamientos; y
cabildos eclesiásticos y a los simples comerciantes e industriales y aun
a los reclusos de las cárceles; que intervino con su consejo personal y
con su palabra escrita, bien por dictámenes más o menos públicos, bien
por su casi infinita correspondencia epistolar, en los principales
asuntos de su época y en la dirección de muchas conciencias; que
escribió tal cantidad de sermones, de obras ascéticas y devocionales,
que, reunidas, formarían un buen número de volúmenes; que caminaba
siempre a pie, con el cuerpo cubierto por áspero cilicio, pero
alimentando su alma con varias horas de oración mental al día; y que, si
le seguía un cortejo de milagros y de conversiones ruidosas, también
supo de otro cortejo doloroso de ingratitudes, de incomprensiones y aun
de persecuciones, hasta morir envuelto en un denigrante proceso
inquisitorial.
¿Cómo
describir, siquiera someramente, tan inmensa labor? La amplitud
portentosa de aquella vida, tan extraordinariamente rica de historia y
de fecundidad espiritual, durante los últimos treinta años del siglo
XVIII, a lo largo y ancho de la geografía peninsular, se resiste a toda
síntesis. Sólo de la Virgen Santísima, a la que especialmente veneraba
bajo los títulos de Pastora de las almas y de la paz, predicó más de
cinco mil sermones. Y seguramente pasaron de veinte mil los que predicó
en su vida de misiones, las cuales duraban diez, quince y aun veinte
días en cada ciudad.
La
misión concreta de su vida y el porqué de su existencia podría
resumirse en esta sola frase: fue el enviado de Dios a la España oficial
de fines de aquel siglo y el auténtico misionero del pueblo español en
el atardecer de nuestro Imperio.
Nuestros
intelectuales de entonces y las clases directoras, con el
consentimiento y aun con el apoyo de los gobernantes, abrían las puertas
del alma española a la revolución que nos venía de allende el Pirineo,
disfrazada de “ilustración”, de maneras galantes, de teorías realistas.
Todo ello producía, arriba, la “pérdida de Dios” en las inteligencias.
Luego vendría la “pérdida de Dios” en las costumbres del pueblo. Aquella
invasión de ideas sería precursora de la invasión de armas napoleónicas
que vendría después.
No
todos vieron a dónde iban a parar aquellas tendencias ni cuáles serían
sus funestos resultados. Pero fray Diego los vio con intuición
penetrante —y mejor diríamos profética—, ya desde sus primeros años de
sacerdocio. Por eso escribía: “¡Qué ansias de ser santo, para con la
oración aplacar a Dios y sostener a la Iglesia santa! ¡Qué deseo de
salir al público, para, a cara descubierta, hacer frente a los
libertinos!… ¡Qué ardor para derramar mi sangre en defensa de lo que
hasta ahora hemos creído!”
Dios
le había escogido para hacerle el nuevo apóstol de España, y su
director espiritual se lo inculcaba repetidas veces: “Fray Diego
misionero es un legítimo enviado de Dios a España”. Y convencido de
ello, el santo capuchino se dirige a las clases rectoras y a las masas
populares. Entre la España tradicional que se derrumba y la España
revolucionaria que pronto va a nacer, él toma sus posiciones, que son:
ponerse al servicio de la fe y de la patria y presentar la batalla a la
“ilustración”. Había que evitar esa “pérdida de Dios” en las
inteligencias y fortalecer la austeridad de costumbres en la masa
popular. Y cuando vio rechazada su misión por la España oficial (¡cuánta
parte tuvieron en ello Floridablanca, Campomanes y Godoy!), se dirigió
únicamente al auténtico pueblo español, con el fin de prepararle para
los días difíciles que se avecinaban.
En
su misión de Aranjuez y Madrid (1783) el Beato se dirigió a la corte.
Pero los ministros del rey impidieron solapadamente que la corte oyera
la llamada de Dios. Intentó también fray Diego traer al buen camino a la
vanidosa María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. Pero, convencido
más tarde de que nada podía esperar, sobre todo cuando Godoy llegó a
privado insustituible de Palacio, el santo misionero rompió
definitivamente con la corte, llegando a escribir, más tarde, con motivo
de un viaje de los reyes a Sevilla: “No quiero que los reyes se
acuerden de mi”.
Para
cumplir fielmente su misión, el Beato recibió de Dios carismas
extraordinarios, que podríamos recapitular en estos tres epígrafes:
comunicaciones místicas que lo sostuvieran en su empresa, don de
profecía y multiplicación continua de visibles milagros.
Pero
Dios no se lo dio todo hecho. Hay quienes, conociéndole sólo
superficialmente, no ven en él más que al misionero del pueblo que
predica con celo de apóstol, acentos de profeta y milagros de santo.
Pero junto al orador, al santo, al profeta y al apóstol, aparece también
a cada momento el hombre. También él siente las acometidas de la
tentación carnal; también él se apoca y sufre cuando se le presenta la
contradicción; también él experimenta dificultades y desganas para
cumplir su misión; y aun sólo “a costa de estudio y de trabajo” —dice
él— logra escribir lo que escribe. Y a pesar de todo, nada de
“tremendismo” en su predicación, como no fuera en contados momentos,
cuando el impulso divino le arrastraba a ello. Y así, mientras otros
piden a Dios el remedio de los pueblos por medio de un castigo
misericordioso, “yo lo pido —escribe— por medio de una misericordia sin
castigo”. Y no se olvide que vivió en los peores tiempos del rigorismo.
¿Y cómo no iba ser así, si él fue siempre. como buen franciscano y neto
andaluz, santamente humano y alegre, ameno en sus conversaciones y
gracioso hasta en los milagros que hacía?
Pero
el celo de la gloria de Dios y el bien de las almas le dominaron de
suerte, que ello solo explica aquel perfecto dominio de sus debilidades
humanas, aquella actividad pasmosa, lo mismo predicando que escribiendo,
y aquel idear disparates: como el deseo de no morir, para seguir
siempre misionando; o el de misionar entre los bienaventurados del cielo
o los condenados del infierno; o el de marcharse a Francia, cuando tuvo
noticias de los sucesos de París en 1793, para reducir a buen camino a
los libertinos y forajidos de la Revolución Francesa.
Dícese
de Napoleón que, desterrado ya en Santa Elena, exclamaba recordando sus
victorias y su derrota definitiva: “La desgraciada guerra de España es
la que me ha derribado”. Pero esta guerra no la vencieron nuestros reyes
ni nuestros intelectuales; la venció aquel pueblo que había recibido
con sumisión y fidelidad las enseñanzas del “enviado de Dios”. Este
pueblo, fiel a la misión de fray Diego, no traicionó a su fe ni a su
patria; los intelectuales y gobernantes, que habían rechazado esa
misión, traicionaron a su patria, porque ya habían traicionado a su fe.
Sólo
Dios puede medir y valorar —como sólo Él los puede premiar— los frutos
que produjo la constante y difícil, fecunda y apostólica actividad
misionera del Beato Diego José de Cádiz. Describiendo él su vocación
religiosa decía: “Todo mi afán era ser capuchino, para ser misionero y
santo”. Y lo fue. Realizó a maravilla este triple ideal. Su vida fue un
don que Dios concedió a España a fines del XVIII. Por la gracia de Dios y
sus propios méritos, fray Diego fue capuchino, misionero y santo.
SERAFÍN DE AUSEJO, O. F. M. CAP.
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