Su
nombre significa Gracia.
Una
antigua tradición del siglo II, le atribuye el nombre de Santa Ana o Ana
(en
hebreo es Hannah), casada con Joaquín, siendo la madre de la Virgen
María
y por tanto la abuela de Jesús de Nazaret. Santa Ana era natural de
Belén.
Sus padres eran Mathan y Emerenciana. Descendía de la Casa
de
David
y de Levi (Línea sacerdotal).
Todo
lo que se conoce de ellos, incluso sus nombres, procede de literatura
apócrifa:
el Evangelio de la Natividad de María, el Evangelio apócrifo de
Mateo
y el Protoevangelium de Santiago.
Los
escritos llamados "apócrifos" no fueron aceptados por la Iglesia como
parte del canon de las
Sagradas Escrituras, a pesar de contener algunos
datos de documentos
históricos. El Protoevangelium nos cuenta que:
En Nazaret vivían Joaquín
y Ana, una pareja rica y piadosa, pero que no
tenía hijos. Cuando en
una fiesta Joaquín se presentó para ofrecer sacrificio
en el Templo, fue rechazado,
bajo el pretexto de que hombres sin descen-
dencia no eran dignos de
ser admitidos.
Joaquín,
cargado de pena, no volvió a su casa sino que se fue a las monta-
ñas a presentarse
ante Dios en soledad. Allí ayunó 40 días y 40 noches.
También Ana, habiendo
conocido la razón de la prolongada ausencia de
su esposo, clamó al Señor
pidiéndole que retirase de ella la maldición de
la esterilidad y
prometiéndole dedicar su descendencia a Su servicio.
Sus
oraciones fueron escuchadas; un ángel visitó a Ana y le dijo: "Ana,
el
Señor ha mirado tus lágrimas; concebirás y darás a luz y el fruto de tu
vientre
será bendecido por todo el mundo". El ángel hizo la misma prome-
sa a
Joaquín, quién volvió a donde su esposa. Ana dio a luz una hija a
quien
llamó Miriam (María).
Según
una tradición antigua, los padres de la Santísima. Virgen, siendo
Galileos,
se mudaron a Jerusalén. Allí, nació y se crió la Virgen Santísima.
Allí
también murieron estos venerables santos. Sus tumbas fueron honra-
das hasta
el final del siglo IX, cuando los invasores musulmanes la convir-
tieron
en una escuela. La cripta, que originalmente contenía las santas
tumbas,
fue descubierta el 18 de marzo de 1889.
Muchas
leyendas han sido escritas sobre las vidas de San Joaquín y
Santa Ana, causando gran
confusión entre los fieles. En 1382, Urbano
VI publicó el primer
decreto pontificio referente a Santa Ana, conce-
diendo la celebración de
la fiesta de la santa a los obispos de Inglaterra.
La fiesta fue extendida a
toda la Iglesia de Occidente en 1584.
SANTA
ANA
ANÁLISIS DE SU VIDA
(Antiguo Testamento)Por Dolores Güell
ANÁLISIS DE SU VIDA
(Antiguo Testamento)Por Dolores Güell
Empecemos
por afirmar que nada sabemos sobre la santa madre
de
la Virgen María, Nuestra Señora. Nada rigurosamente histórico.
Los
cuatro, evangelios canónicos, con su sobriedad característica,
guardan
absoluto silencio sobre los padres de María. Ni siquiera sus
nombres nos han transmitido.
Si
algo queremos saber acerca de ellos tendremos que acudir a los
evangelios apócrifos,
ingenuos relatos urdidos por la imaginación
fervorosa de los primeros
cristianos para completar con ellos los
silencios de los
evangelios canónicos. En estos escritos —no reco-
nocidos por la Iglesia
como revelados— resulta difícil entresacar
la verdad del error,
aunque bien pudiera ser que gracias a ellos haya
llegado hasta nosotros
algún dato auténtico silenciado por los cuatro
evangelistas. Así, pues,
con ingenua sencillez de niños, escuchemos
lo que los apócrifos nos
han transmitido acerca de la santa mujer
que mereció ser la madre
de Nuestra Señora y la abuela de Nuestro
Señor.
Vivía
en aquellos tiempos en tierras de Israel un hombre rico y
temeroso
de Dios llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de
Judá.
A los veinte años había tomado por esposa a Ana, de su
misma
tribu, la cual, al cabo de veinte años de matrimonio,
no
le había dado descendencia alguna.
Joaquín
era muy generoso en sus ofrendas al Templo. Un día,
al
adelantarse para ofrecer su sacrificio, un escriba llamado
Rubén
le cortó el paso diciéndole: "No eres digno de presentar
tus
ofrendas por cuanto no has suscitado vástago alguno en Israel".
Afligido
y humillado, Joaquín se retiró al desierto a orar para que Dios
le
concediera un hijo. Mientras tanto Ana se vestía de saco y cilicio
para
pedir a Dios la misma gracia. No obstante, los sábados
se
ponía un vestido precioso por no estar bien, en el día del Señor,
vestir de penitencia.
Estando así en oración en su jardín suplicaba
a Dios con estas
palabras: "¡Oh Dios de nuestros padres! Óyeme y
bendíceme a mí a la
manera que bendijiste el seno de Sara,
dándole como hijo a
Isaac".
Al
decir estas palabras dirigió su mirada al árbol que tenía delante y,
viendo
en él un pájaro que estaba incubando sus polluelos, exclamó
amargamente
y con repetidos suspiros:
"¡Ay
de mí! ¿A quién me asemejo yo? No a las aves del
cielo,
puesto que ellas son fecundas en tu presencia, Señor."
La
humilde súplica de Ana obtuvo una respuesta inmediata de lo Alto.
Un
ángel del Señor se le apareció anunciándole que iba a concebir y
a
dar a luz, y que de su prole se hablaría en todo el mundo.
Nada
más oír esto prometió Ana ofrecerlo a Dios al instante. Al mismo
tiempo
Joaquín recibió idéntico mensaje en el desierto, por lo cual,
lleno
de alegría, volvió al punto a reunirse con su esposa.
Y se
le cumplió a Ana su tiempo y al mes, noveno alumbró. Cuando
supo
que había dado a luz una niña, exclamó: "Mi alma ha sido
hoy
enaltecida." Y puso a su hija por nombre Mariam.
Al
cumplir su primer año Joaquín dio un gran banquete presentando
su
hija a los sacerdotes para que la bendijeran. Mientras tanto Ana,
dando
el pecho a la niña en su habitación, componía un himno al
Señor
Dios diciendo: "Entonaré un cántico al Señor mi Dios porque
me
ha visitado, ha apartado de mí el oprobio de mis enemigos, y me
ha
dado un fruto santo. ¿Quién dará a los hijos de Rubén la noticia
de
que Ana está amamantando? Oíd, oíd, las doce tribus de
Israel:
"Ana está amamantando". Y, dejando la niña en su cuna,
salió
y se puso a servir a los comensales.
Joaquín
quiso llevar a la niña al Templo del Señor para cumplir su
promesa
cuando la pequeña cumplió dos años. Pero Ana
respondió:
"Esperemos todavía hasta que cumpla los tres años,
no
sea que vaya a tener añoranza de nosotros". Y Joaquín respondió:
"Esperemos".
Por
fin a los tres años fue llevada la pequeña María al Templo,
donde
el sacerdote la recibió con estas palabras: "El Señor ha
engrandecido
tu nombre por todas las generaciones, pues
al
fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los
hijos
de Israel". Y la hizo sentar sobre la tercera grada del altar.
Y
sus padres regresaron, llenos de admiración, alabando al
Señor
Dios porque la niña no se había vuelto atrás.
Con
este heroico rasgo de desprendimiento los apócrifos cierran
el
capítulo dedicado a los padres de la Virgen María. Después
de
dejar a su hija en el Templo Ana se aleja silenciosamente
y se
esfuma para siempre. Su misión había terminado.
Sin
duda, nosotros habríamos deseado saber algo más.
Pero,
aunque esbozada apenas, es una encantadora y admirable
figura
de mujer la que se adivina en esos breves trazos.
Una
mujer paciente y humilde. Durante veinte años Ana sufre
sin
queja la tremenda humillación de la esterilidad. Cuando,
por
fin, su amargura se derrama en presencia del Señor, sus
quejas
son tan suaves y humildes que inclinan al Señor a
escucharla.
Su larga prueba no ha endurecido su corazón, no
le
ha agriado. Es todavía capaz de reconocer que todas las
criaturas
de Dios siguen siendo buenas y la obra del Señor,
perfecta;
es ella únicamente la que parece desentonar en este
armonioso
conjunto. Y —nótese ese detalle de una exquisita
femineidad—
en honor del Señor, en su día, se viste de gala
aunque
su corazón esté triste. Toda mujer sabrá apreciar
lo
que esto supone de delicado olvido de sí.
Una
mujer generosa. Pide para tener, a su vez, el gozo de
dar.
En cuanto tiene la seguridad de haber sido escuchada,
su
primer pensamiento es devolver algo por la gracia recibida:
hará
donación a Dios de este mismo hijo cuyo nacimiento se
le
anuncia.
Una
mujer agradecida. En su felicidad no se olvida de dar gracias
al
Señor. ¡Y con qué júbilo exultante y candoroso! "Oíd, oíd, las
doce
tribus de Israel: Ana está amamantando!" Ella misma ignora
cuán
fausta es la nueva que está anunciando a Israel y al mundo
entero:
"¡Ana está amamantando!"
Una
mujer abnegada, dispuesta a desprenderse de su hija para
siempre;
a privarse de ella cuando sea preciso para darse a los
demás.
Así, dejando a la niña en su cuna, se dedica a atender a
sus
invitados.
Abnegada,
pero no fría ni insensible. "Esperemos —le dice a su esposo—
,
esperemos a que la pequeña cumpla tres años... No sea que vaya a
tener
añoranza de nosotros..." Y en su voz temblorosa se adivina
la
añoranza que está ya atenazando su propio corazón. La vena
soterrada
de la ternura asoma en estas tímidas palabras de Ana.
Y
ésta es la pincelada definitiva, la que nos revela su alma entera y
nos
la hace sentir muy cercana a nuestro corazón.
La
crítica moderna está de acuerdo en negar todo fundamento histórico
al
episodio de la presentación de María al Templo. La costumbre,
afirmada
por los apócrifos, según la cual los primogénitos, varones
y
hembras, pertenecían a Dios y debían ser educados en el Templo
hasta
su pubertad, no existió, en realidad, en Israel. Los primogénitos eran,
en
efecto, consagrados al Señor, pero rescatados en el acto mediante una
ofrenda.
Los padres los tomaban de nuevo consigo y eran educados en
el
seno del hogar. Claramente nos cuenta San Lucas cómo se hizo con el
Niño
Jesús.
Así,
pues, Dios no pidió este sacrificio a la bendita madre de la Virgen María.
Pudo
Ana guardar a su hija junto a sí, verla crecer sobre sus rodillas, tener
el
gozo de educarla, disfrutar de su presencia hasta su muerte. Breve
sería,
sin embargo, su felicidad: de los Evangelios se desprende que
María
era ya huérfana en el momento de sus esponsales con José,
hacia
sus quince años.
Dios
no pidió a Ana el sacrificio de la separación. Pero le impuso otro
sin
duda mayor: la dejó en una total ignorancia de su gloriosa misión.
Si
consideramos la estricta sobriedad de las revelaciones hechas a la
propia
Madre del Salvador, tendremos que dar por descontado que
nunca
supo Ana quesu Hija era una criatura única, excepcional;
nunca
supo qué Nieto iba a
tener de Ella. No bajó un ángel para revelarle
el prodigio que se había
realizado en su seno: la concepción sin man-
cha del único ser humano
exento del pecado de Adán (aparte Jesucristo,
Hombre-Dios).
La
separación física de su hija, unas leguas más o menos de distancia
entre
las dos, habrían significado muy poco para Ana si, al dejarla
en
el Templo, la hubiera sabido inmaculada, llena de gracia, futura
Madre
de Dios. Fue el desconocimiento de estas grandezas lo
que
abrió lejanías insondables entre madre e hija. Estar tan cerca
del
misterio, rozar ya los días tan suspirados de la redención, ser ella
misma
una pieza tan importante en la precisión del engranaje
divino
—¡abuela de Dios!— y no tener de ello conocimiento,
¿no
es acaso una privación mucho más dura que la impuesta a
Moisés,
al que se permitió, por lo menos, entrever la Tierra Prometida
en
la que no iba a poder entrar?
Ana
se convierte así en una figura singularmente atractiva, amable
y
consoladora para cuantos, al trasponer el umbral de la vejez, se
sienten
de pronto invadidos por la penosa impresión de haber vivido
una
vida inútil, carente de sentido. Es entonces cuando puede
ser
alentador el recuerdo de Ana, de su vida obscura, sin trascendencia
aparente,
en contraste con la altísima misión que estaba cumpliendo
sin
saberlo. "¿Quién sabe a lo que uno está destinado?
—dice
el padre Faber—. Nuestra misión es quizá lo contrario
de cuanto
hemos pensado; porque las misiones son cosas divinas,
ocultas
por lo regular, y se cumplen sin que tengamos conciencia
de
ellas," Así fue en el caso de Ana.
Hay
almas tan completamente entregadas a Dios, tan fieles y tan
sencillas,
que la Providencia sabe muy bien que puede disponer de
ellas
sin contar con su consentimiento previo. Almas en estado de
disponibilidad
total: Dios no tiene por qué molestarse en darles
explicaciones.
De las tales, Ana es una buena muestra.
Bueno
es vivir ignorado de los demás, pero es mucho más seguro
todavía
ignorarse a sí mismo. Que la santa abuela de Jesús
nos
haga comprender la segura belleza de su obscuro camino.
Por: DOLORES GÜELL.
http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/07/07-26_Santos_joaquin_y_ana.htm
http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/07/07-26_Santos_joaquin_y_ana.htm
PATRONAZGO Y DEVOCIÓN
Las
personas que hacen puntilla tienen como patrona a Santa Ana,
ya
que la voz popular dice que ella enseñó con gran afán este oficio
a su
hija hasta tal punto que a partir de nuevas combinaciones perfeccionó
y
superó el arte de la punta del cojín. Aún hoy, en algunos países,
el
tipo más simple y elemental de punta de cojín es llamado "Puntilla
de
la Virgen" o "Puntilla de la Madre de Dios".
Por
extensión, es también la patrona de todas las costureras,
que
la imploran para ... ¡no pincharse con la aguja!. Cabe señalar
que
aunque todos aquellos que están involucrados en negocios textiles
pueden
invocar a Santa Ana, hay otros santos que llevan también
dicha
protección, como es el caso de San Francisco de Asís.
Santa
Ana es también junto a San Joaquín la protectora
de
las personas casadas y de los abuelos.
Muchas
chicas que quieren tener hijos imploran a Santa Ana,
un
patronazgo compartido también con nuestro inefable amigo
San
Ramón Nonato. Hay unos bellos gozos escritos en catalán
en
los que se pide a Santa Ana protección durante el embarazo
para
que alivie del dolor a la madre que va a tener al recién nacido:
Les dones que vos reclamen
amb molta devoció, que fills o filles demanen, atorgueu-los aquest do, i el part amb alegría, sense pena, dany ni dolor. |
Aunque
los versos no rimen, la traducción al español sería esta:
"Las mujeres que os reclaman con mucha devoción, que
hijos o hijas os suplican, otorgadles este don, y el parto
con alegría, sin pena, daño ni dolor".
A lo
largo de la historia se ha puesto a Santa Ana como la mejor intercesora
para
que Dios nos ayude en diferentes vicisitudes y oficios, aquí hay algunos:
los
que trabajan en oficios angustiosos, los fabricantes de alpargatas, los
mercaderes
de objetos antiguos y, debido a su condición de ama de casa,
a las madres para que
cuando cocinen les salga un buen guiso, a los que
pastan pan en sus casas,
y como no, a las amas de casa en general.
Una
bonita leyenda cuenta que Santa Ana, a fin que su hijita fuera bien
vestida
cuando saliera a pasear por la calle, le hizo unos bellos vestiditos
de
punta para sus manos, es decir, lo que hoy conocemos como guantes.
De
allí, que gracias a esta tradición, se la considera la inventora de esta
pieza.
No nos ha de extrañar pues, que los guanteros la veneren
junto
a Santa Magdalena.
Los
gozos escritos en catalán dedicados a la santa rezan:
Oh Santa Anna, gran senyora,
àvia plena de bondat, sigueu sempre protectora de la nostra tercera edat. |
La
traducción al español sería:
"Oh Santa Ana, gran señora, abuela llena de bondad, seas siempre
protectora de nuestra tercera edad"
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