Cuando pensamos en el Purgatorio, lo vemos como un castigo divino por nuestras faltas cometidas en la tierra, sin embargo, éste es la última de las misericordias de Dios. Nuestro Padre que nos ama, permite que nuestra alma se purifique y una vez inmaculada la conduce a la gloria y felicidad del Paraíso. En la profesión de fe del concilio Tridentino, se dice: "Sostengo constantemente que existe el Purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles" (N°998).
Nos hemos permitido compartir con ustedes algunos párrafos del libro: El Purgatorio; La última de las misericordias de Dios, escrito por el Padre Dolindo Ruotolo , terciario franciscano, fallecido el 19 de noviembre de 1970, en proceso de beatificación. Fue autor de una obra colosal, que abarca la Biblia y numerosos libros de espiritualidad moral y teológica. El Purgatorio, se complementa con otros dos libros del mismo autor: Ven Espíritu Santo y El Paraíso.
Solamente disponemos del primero, el cual queremos comentar, por estimar que tan valioso material debe ser conocido por todos ustedes a objeto de comprender la necesidad de encomendarnos y rezar por las almas del Purgatorio que tanto requieren de nuestras oraciones. Algún día, y si Dios lo permite podremos ser nosotros quienes necesitemos de la intersección de aquellas almas que por nuestras oraciones ya se encuentran junto a Dios y también del sufragio de los vivos que aún permanecen en la tierra.
De esto que dijimos y que responde a la plena y lógica verdad, ¿quién podrá considerar el Purgatorio como un acto inexorable y casi despiadado de la justicia de Dios? y ¿quién podrá vivir así desordenadamente como nosotros vivimos? y ¿quién podrá negar un sufragio a las almas anhelantes de Dios en el amor?
No es fácil para nosotros los mortales hacernos una idea del estado espiritual de un alma purgante, porque en ella no puede considerarse sólo el estado de pena, sino el estado de gracia, que es una grande y profunda amistad con Dios.
Ya hemos señalado su estado de contemplación y ahora tratamos de ver lo que importa en este estado de inmensa paz, en un estado de enorme pena. También en el primer estado de purificación que es el del fuego, el alma es contemplativa, pero como eran los santos cuando eran purificados por los sufrimientos.
También en esto hay una admirable lógica. El alma separada del cuerpo, siente siempre la influencia del cuerpo al cual se refiere todavía.
Se puede decir que en el momento mismo de la muerte, el alma tiende a su resurrección, por esto los muertos desean ser sepultados en un lugar sagrado y bendito o cerca de los cuerpos de los santos ya glorificados en el Paraíso.
El lugar sagrado es ya una promesa de resurrección según las palabras de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida" y estas otras "Quién come mi cuerpo y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día".
El cuerpo se disuelve, pero, la promesa de Jesús es para el alma una seguridad reconfortante.
En el primer estado de la purificación, el alma advierte todavía las consecuencias del impacto de un cuerpo que fue instrumento y causa de sus imperfecciones, y por consecuencia el estado de contemplación en ella es más oscuro.
En los últimos estados o etapas de la purificación, el alma está más lejana del cuerpo que animó en la vida terrenal, no advierte ya las terribles penas de los sentidos causados por el fuego, y por lo tanto, es menos concentrada en sí misma, más espiritual, y su contemplación se hace más limpia y suave como aquella de los santos en éxtasis.
El alma empieza a ver a Dios veladamente y percibe todo lo que manifiesta su gloria. Los santos contemplativos ante un panorama, en la salida o puesta de sol, en un campo florido, en la inmensidad de los cielos estrellados, en la extensión de los mares, en la silenciosa aridez de los desiertos, en la altura de los montes, en la misteriosa profundidad de los abismos, o en la dulce armonía de un instrumento musical, descubren la grandeza y el amor de Dios y se elevan hacia El.
El alma purgante no permanece inactiva, es como un ojo enfermo que tiene que acostumbrarse a la luz poco a poco, pasando de la oscuridad a la sombra, de la sombra al alba, del alba a la aurora y de ésta al fulgor del sol; así el alma pasa de las tinieblas de la vida terrenal, en las cuales muchas veces juzgaba mal la providencia de Dios, a la sombra de las propias penas en las cuales reconoce la adorable justicia de Dios. De las penas pasa a reconocer la grandeza de Dios en las cosas terrenas, y percibiendo la armonía admirable de ellas, mientras en vida la veía muchas veces como desórdenes desconcertantes, ahora vive en la admiración amorosa que la mantiene en alto, vive de las palabras del Profeta: ha hecho todo con sabiduría y la tierra está llena de su providencia y de su dominio.
Es una sorpresa de amor para el alma que ignoró en vida los misterios de la creación, y es una sorpresa de amorosa reparación del alma que no conoció sino una mísera parte a través de las fatigosas búsquedas de la ciencia humana.
¡Oh, cómo esta alma se humillará pidiendo el perdón divino por sus errores, y cómo humillándose reparará la propia presunción!
De la contemplación de la grandeza de Dios en la tierra, el alma purificada por el amor pasa a la contemplación de los cielos estrellados, a la contemplación de sus maravillas, que le acercan más a Dios. Advierte entonces como en una gran armonía suave, los cantos de alabanza de los coros angélicos que presiden a las obras de Dios, como los misteriosos querubines de Ezequiel, que sostienen el trono de la divina gloria, a quienes Ezequiel veía llenos de ojos por dentro y fuera, ojos que son miradas de admiración de la Potencia de la Sabiduría y del Amor de Dios Uno y Trino.
El alma suspira por Dios intensamente pero no puede alcanzar la meta mientras una sola imperfección la hace incapaz de la vida eterna. Sus suspiros son rayos ardientes que el hombre lanza hacia el sol, que no alcanzan la meta y no son capaces de ponerse en órbita.
El alma entonces sufre por el ansia de un amor que crece y se enardece, y que se siente atraer por el amor que la llama, y se vuelve a Jesús, que por ella murió sobre el Calvario sumergiéndose en el misterio de la Encarnación, de la Pasión y de la Muerte del Redentor, como sedienta que busca en la fuente de la reparación y de la misericordia su alivio.
Esta riqueza de reparación y de misericordia se renueva cada día sobre los Altares y por esto la Misa ofrecida por los difuntos es el máximo de los sufragios.
Con qué ternura el alma recuerda los detalles de la Pasión del Señor Jesús.
¡Con qué profundo arrepentimiento se siente responsable, con que reconocimiento amoroso lo contempla, percibiendo en cada pena de Jesús las propias culpas!
Como en el cuerpo los microbios patógenos que producen enfermedades son agredidos por los leucocitos de la sangre y se refugian en la estación térmica que está en la parte central del cerebro, provocando un aumento del calor de aquella zona, y por lo tanto, la fiebre en el organismo, que más que una enfermedad, es una alarma que mueve a darse cuenta de la contaminación y a defenderse. Analógicamente, en la luz de la Pasión de Jesús que ha combatido y vencido los pecados de todos con infinito amor, el alma ve refluir todas las propias imperfecciones y los propios defectos, y encuentra en El la reparación y la misericordia y se enciende en ella como una fiebre de amor que la humilla profundamente y la lleva a buscar en los sufragios la medicina divina para cambiar la fiebre en agradable conquista de la Eterna felicidad en Dios.
Extracto del libro "El Purgatorio" por el Padre Dolindo Ruotolo
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