San Fernando III, Reyde Castilla y de León
El día 30 de Mayo se celebra la festividad de San Fernando, patrón de la ciudad de Sevilla.
San Fernando conquistó Sevilla el 23 de noviembre de 1248 después de dos años de asedio.
Es una fiesta de carácter religiosa, civil y militar que se celebre en
el interior de la Catedral, durante este tiempo permanece abierta la
urna con el cuerpo incorrupto del santo
Se realiza un acto religioso entre los cabildo catedralicos y municipal,
con laúdes, y se hace una procesión hasta la imagen del la Virgen de
los Reyes y la urna de San Fernando, realizando una oración litúrgica, y
volviendo al Altar Mayor para realizar la misa.
A las doce de la mañana le rinde honores el cuerpo de Armas de Ingenieros entre cornetas y tambores.
Una vez terminado el acto se inicia el acceso de todas las personas que
esperabas para poder presenciar y venerar el cuerpo de San Fernando.
San Fernando (1198 - 1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de
uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de
las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más
completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos
humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el
heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones
y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.
A
diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no
conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas
interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la
santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo
terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.
Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León.
Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y
Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores tuvieron
grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera
expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando
planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de
nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León,
que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia
ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los
apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las
nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a
las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se
cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación
de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial
de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín. Parece
cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico,
literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de
la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios
conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al
designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le
asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y
palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aun frente
a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido
es la antítesis caballeresca del «príncipe» de Maquiavelo. Fue, como
veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la
Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de
legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás
cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la
paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y
del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial,
reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos
de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores
levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le
sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas.
Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida
cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales.
Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones
económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de
costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de
vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y
pueblo fama unánime de santo.
Como gobernante fue a la vez
severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en
gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San
Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.
Su
muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres
rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta
el extremo inconcebible de logar que algunos príncipes y reyes moros
abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. «Nada parecido hemos leído de
reyes anteriores», dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de
la honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con sentido
político», confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A
sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban
antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el
En-xemplo XLI «el santo et bienauenturado rey Don Fernando».
* * *
Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona,
Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su
siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.
Fue
mortificado y penitente, como todos los santos; pero su gran proceso de
santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico,
la más fría crítica histórica; es el relato documental, en crónicas y
datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su
pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio,
que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los
historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales.
Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de
imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada
en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más
gratas a los ojos de Dios.
Vemos, pues, alcanzar la santidad a
un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de
férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano
gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios
veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real
incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de
Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII,
el de las Navas.
Fernando III tuvo siete hijos varones y una
hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que
los cronistas describen como «buenísima, bella, juiciosa y modesta»
(optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado
Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión
familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que
tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada
su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte
años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la
segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.
Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido
para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando
tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres),
habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él
le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un
ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad
seglar.
* * *
Santo seglar lleno además de atractivos
humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El
puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario
es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había
tratado en la intimidad del hogar y de la corte.
San Fernando
era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en
los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y al
ajedrez, y de los juegos de salón.
Amaba la buena música y era
buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un
rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés
parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a
una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan
alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que
tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.
Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas,
especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética,
cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos
dice: «todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey
Fernando».
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de
porte, mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar, dotes de
conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al
esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como
un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo
dijimos, sus mejores catedrales.
A un género superior de
elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle
psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los
caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el
campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las
acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos
caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando
tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del
alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey
elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la
conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo
rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño
y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres,
iniciando así una costumbre de la Corte de Castilla que ha durado hasta
nuestro siglo.
Hombre de su tiempo, sintió profundamente el
ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea,
de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su
boda, el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas
en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano
caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de
dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche
tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de
profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin
haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí
mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que se
negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al
que consideraba indigno de tan estrecha investidura.
Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso.
Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de
valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.
* * *
De su reinado queda la fama de las conquistas, que le acreditan de
caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal
aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador.
Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o
«cabalgadas» de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre
el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas
las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con
estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la
persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la
fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.
Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como
gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la
Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién
fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión
de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de
España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de
las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del
derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de
un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la
Católica, aunque menos conocido.
Mas hay una tercera, que algún
ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es
seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios
los reyes musulmanes. «San Fernando –dice Ballesteros Beretta en un
breve estudio monográfico– practica desde el comienzo una política de
lealtad.» Su obra «es el cumplimiento de una política sabiamente
dirigida con meditado proceder y lealtad sin par». Lo subraya en su
puntual biografía el padre Retana.
Sintiéndose con derecho a la
reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el
adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las
treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con
esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno
de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en
rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título
castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano
de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería
quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones
con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo
enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el
África una faz distinta.
Al coronar su cruzada, enfermo ya de
muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de
Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas
palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación
de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían
proclamado «atleta de Cristo» y «campeón invicto de Jesucristo». Aludían
a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al
espíritu que las animaba.
Como rey, San Fernando es una figura
que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De
él se puede asegurar con toda verdad –se aventura a decir el mesurado
Feijoo– que en otra nación alguna non est inventus similis illi [no se
ha encontrado ninguno semejante a él].
Efectivamente, parece
puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los
españoles en cualquier momento de depresión espiritual.
Le
sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad
comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y
de su pueblo por amor de Dios?
Cuando, guardando luto en
Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía
el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la
Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el
caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros
y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la
Crónica latina: «irruit... Domini Spiritus in rege». Veían los suyos
que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que
no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al
conocer la muerte de su madre.
Diligencia significa
literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que
no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia,
en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor
ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que
debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente
como éste: «no conoció el vicio ni el ocio».
Esa diligencia
estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en
Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo.
«Si yo no velo –replicaba a los que le pedían descansase–, ¿cómo podréis
vosotros dormir tranquilos?» Y su piedad, como la de todos los santos,
mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen
María.
A imitación de los caballeros de su tiempo, que
llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida
por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa
María, la venerable «Virgen de las Batallas» que se guarda en Sevilla.
En campaña rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del
santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla
estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la «Virgen de
los Reyes», que preside hoy una espléndida capilla en la catedral
sevillana. Renunciando a entrar como vencedor en la capital de
Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo
triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su
devoción mariana. Florida y regalada herencia.
La muerte de San
Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un
montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los
presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela
encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice
Menéndez Pelayo: «El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas
todas las grandezas de su vida». Y añade: «Tal fue la vida exterior del
más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría
hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus
espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces
precedieron y anunciaron sus victorias?»
San Fernando quiso que
no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en
latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante:
«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de
Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de
Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é
el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é
el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que
más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus
enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la
Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el
postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años.»
Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que
el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra
Patria.
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Fuente: www.franciscanos.or
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