Este artículo explica el culto que los católicos ofrecen a la Madre de Dios, de origen muy remoto en la Iglesia y muy vivo en la actualidad. También narra cómo se vive la devoción a la Virgen en el Opus Dei.
07 de agosto de 2012
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1. La devoción, en general, es un acto de la virtud de la religión. Se trata, junto con la oración, de uno de los actos interiores de esta virtud[1]. La devoción es un acto de la voluntad por el que el hombre se ofrece a Dios, se entrega prontamente a su servicio.
Entre los actos exteriores de la virtud de la religión se encuentra, por ejemplo, todo lo relativo al culto[2]. En principio la devoción sólo es debida a Dios y sin embargo se habla a veces de devoción mariana, de personas que tienen mucha devoción a tal o cual santo, etc.
Santo Tomás de Aquino explica que la devoción que se tiene a los santos no termina en ellos, sino que en última instancia se dirige a Dios, en cuanto que en sus santos veneramos en realidad a Dios que los ha llenado de gracia y santidad[3]. La devoción a Dios, a la Virgen, a los santos se manifiesta a través de actos devocionales; por eso suele distinguirse entre devoción y devociones.
2. Por lo que se refiere al culto, hay que tener en cuenta que se dirige a Dios, pues es un modo de manifestar nuestra dependencia de Él, de adorarle. Por este motivo el culto que tributamos a Dios se distingue del culto a los mártires y a los santos, que comenzó desde muy temprano en la Iglesia, o del culto a la Santísima Virgen.
A Dios se le tributa un culto de adoración, de latría; y a los mártires y, a los santos de veneración, de dulía. En el caso de la Virgen se habla de culto de hiperdulía. Estos puntos fueron estudiados con particular detalle por el II Concilio de Nicea (787), que ratificó la legitimidad del culto a las imágenes y distinguió entre el culto de latría, propio de Dios a quien el cristiano adora, y el culto de dulía, propio de los santos, de sus reliquias e imágenes, a quienes se venera, a la vez que reservaba el llamado culto de hiperdulía a la Santísima Virgen.
3. El culto y la devoción a la Virgen es muy antiguo en la Iglesia. Surge de la realidad de su maternidad divina y del papel que Cristo le reservó en la economía salvífica. La Virgen es Madre de Dios, Theotokos, y Madre nuestra. En este sentido el culto mariano, ha tenido siempre una clara connotación cristológica.
Los escritos del Nuevo Testamento y la literatura cristiana inicial, hasta el Concilio de Nicea del 325, es decir, prácticamente hasta que el cristianismo adquiere reconocimiento público, son más bien parcos en este tema. Se han considerado testimonios indirectos del culto primitivo mariano los pasajes del Evangelio según San Lucas 1, 45; 1, 48-49; 11, 27; y de los Hechos de los Apóstoles 1, 14.
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El interés doctrinal por la Virgen y su función en la Iglesia que comienza a notarse (piénsese, por ejemplo, en la conocida tipología Eva-María, presente en San Justino y en San Irineo de Lyon), también parece indicar de modo indirecto la veneración hacia Ella por parte de los fieles.
Por otra parte, la Virgen está presente en el culto de la Iglesia primitiva, como lo manifiesta su inserción en alguna anáfora eucarística que ha llegado hasta nosotros (por ejemplo, la de Hipólito), en alguna de las fórmulas bautismales (vgr., el ritual de Hipólito), la himnografía antigua (las Odas de Salomón, los Oráculos sibilinos, etc.).
Lo mismo puede deducirse de la existencia de algunos edificios cultuales dedicados a María ya antes del siglo IV, en Palestina y en Alejandría, de las pinturas murales que se encuentran en las catacumbas, o de la célebre oración “Sub tuum praesidium”, que se encontró en un antiguo papiro egipcio, y que suele datarse a finales del siglo III.
4. El Concilio Vaticano II, en el capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium (nn. 66-67)[4], habla del culto a la Santísima Virgen en la Iglesia. Explica que “María, ensalzada, por gracia de Dios, después de su Hijo, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres, por ser Madre santísima de Dios, que tomó parte en los misterios de Cristo, es justamente honrada por la Iglesia con un culto especial” (n. 66).
Enseña también que el culto a la Virgen, a pesar de su singularidad, es esencialmente diverso del que se tributa al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, a la vez que lo favorece eficazmente (ivi.). Anima también a los fieles a que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, sobre todo el litúrgico, a la vez que insiste a los fieles en que “sientan gran aprecio por las prácticas y ejercicios de piedad mariana recomendados” (n. 67).
Pablo VI dedicó la Exhortación apostólica Marialis cultus, del 2 de febrero de 1974, a hablar del culto a María. En la introducción recuerda que el desarrollo de la devoción a la Virgen “es un elemento cualificador de la genuina piedad de la Iglesia” a la vez que se inserta “en el cauce del único culto que «justa y merecidamente» se llama «cristiano»” pues “en Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre” (ivi.).
Recuerda cómo la reforma de la Liturgia romana, y en concreto de su Calendario General, “ha permitido incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo” (n. 2).
Señala también que la reforma de los libros litúrgicos ha facilitado la adecuada perspectiva para considerar “a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre Santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor” (n. 15); y subraya que “el culto que la Iglesia universal rinde hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una prolongación y un incremento incesante del culto que la Iglesia de todos los tiempos le ha tributado con escrupuloso estudio de la verdad y con siempre prudente nobleza de formas” (ivi.).
Recuerda que la Virgen es también “ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. La ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo” (n. 16).
La segunda parte de la Exhortación apostólica está dedicada a dar unas pautas para la renovación de la piedad mariana. Señala cuatro notas que caracterizan una auténtica devoción a la Virgen: la trinitaria, la cristológica, la pneumatológica y la eclesial. Y a continuación indica cuatro orientaciones que conviene tener presentes en esa tarea de renovación: la bíblica, la litúrgica, la ecuménica y la antropológica.
La tercera parte de la Exhortación apostólica trata de dos devociones marianas: el Angelus y el Rosario. Y en la conclusión del documento se explica el valor teológico y pastoral del culto a la Virgen.
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El 15 de agosto de 1986, en el ámbito de la renovación litúrgica y mariana, la Congregación para el Culto divino aprobó la publicación de las “Misas de la Virgen María”, una colección de 46 misas, con la finalidad de “promover una recta devoción para con la Madre de Dios”[5]. Explica que la razón de ser de estas misas se encuentra en la “íntima participación de la Madre de Cristo en la historia de la salvación.
La Iglesia, conmemorando el papel de la Madre del Señor en la obra de la redención o sus privilegios, celebra ante todo los acontecimientos salvadores en los que, según el designio de Dios, intervino la Virgen María con vistas al misterio de Cristo”[6].
El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado el 11 de octubre de 1992, ofrece una apretada síntesis sobre el culto a la Virgen en su número 971. Sobre la base del Concilio Vaticano II y de la Exhortación apostólica Marialis cultus, recuerda que la piedad mariana es un elemento intrínseco del culto cristiano; que el especial culto con que se la venera es esencialmente diferente del culto de adoración reservado a las Persona divinas.
Concluye afirmando que este culto encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario.
5. La devoción a la Santísima Virgen que, como hemos visto, tiene tan hondas raíces en la vida de la Iglesia, está y ha estado lógicamente presente a lo largo de los siglos en la vida de sus hijos y de tantas instituciones eclesiales. Por eso es natural que esté también presente en la Obra y en la vida de su Fundador. Afirmaba San Josemaría que el Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Santa María
Esta intercesión materna de la Virgen se evidencia, por un lado, en su asistencia en todo lo que se refiere al camino jurídico de la Obra. Los sucesivos pasos jurídicos, que culminarán el 28 de noviembre de 1982 con la erección del Opus Dei como Prelatura personal, siguieron dándose de la mano de Nuestra Señora.
A Santa María recurrió también innumerables veces para superar las dificultades que iban surgiendo mientras se recorría ese camino jurídico, y a Ella se encomendó en numerosas romerías que hizo por diversos Santuarios marianos de Europa y de América.
6. Acudió a la Virgen siempre que el Señor permitió que vinieran duras contradicciones, como por ejemplo en los primeros años de la década de los 50 del siglo pasado. Era uno de los ápices de la “contradicción de los buenos”, que obraban pensando que hacían un servicio a Dios[7]. “No sabiendo a quién dirigirme aquí en la tierra, me dirigí, como siempre, al cielo. El 15 de agosto de 1951, después de un viaje –¿por qué no decirlo?– penitente, hice en Loreto la consagración de la Obra al Corazón Dulcísimo de María”[8].
San Josemaría regresó muy contento de ese viaje, seguro de haber dejado en buenas manos todas sus preocupaciones. Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum, repetía constantemente y, con él, todos sus hijos. Quiso que fuera ya para siempre una continua oración[9]. Con esa misma jaculatoria también se han unido los fieles de la Obra a su Fundador y a su primer sucesor, para pedir a la Omnipotencia Suplicante por la definitiva solución jurídica de la Obra.
7. Toda la vida de San Josemaría está llena de su amor a la Santísima Virgen. No quería ponerse como ejemplo en nada, excepto en el amor a la Virgen a la que amaba con locura. Todo el arco de su existencia está lleno de su amor a la Virgen y del amor de la Virgen, de modo no menos patente.
Desde su curación, por intercesión de Nuestra Señora de Torreciudad, cuando tenía dos años y estaba desahuciado por los médicos, hasta aquel 26 de junio de 1975, cuando –poco después de saludar a una imagen de la Virgen de Guadalupe en su habitación de trabajo- el Señor quiso llevárselo al Cielo.
8. El Opus Dei es esencialmente mariano, y eso es parte integrante de la herencia espiritual que ha recibido de San Josemaría. No es posible entender la vida de un fiel de la Prelatura sin un gran cariño a la Madre de Dios.
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La Virgen está en los inicios de la llamada cristiana en el Opus Dei: “Sé de María y serás nuestro”[10]. Por su mediación el Señor concede la gracia de la entrega. Por eso decía el Fundador a sus hijos en Forja: “que ames con locura a la Madre de Dios, que es Madre nuestra”[11].
Rememoraba así sus visitas al Santuario de la Virgen del Pilar en Zaragoza: “Para eso quiere Dios que nos acerquemos al Pilar: para que, al sentirnos reconfortados por la comprensión, el cariño y el poder de nuestra Madre, aumente nuestra fe, se asegure nuestra esperanza, sea más viva nuestra preocupación por servir con amor a todas las almas. Y podamos, con alegría y con fuerzas nuevas, entregarnos al servicio de los demás, santificar nuestro trabajo y nuestra vida: en una palabra, hacer divinos todos los caminos de la tierra”[12].
9. Un camino para amar siempre más a la Santísima Virgen son las normas y costumbres marianas que, desde la mañana hasta la noche, facilitan a los fieles del Opus Dei acudir a Ella en todas las situaciones: “Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... […]”[13].
Animaba también a decir muchas jaculatorias a la Virgen a lo largo del día: “Que no os importe repetirle durante el día –con el corazón, sin necesidad de palabras– pequeñas oraciones, jaculatorias. La devoción cristiana ha reunido muchos de esos elogios encendidos en las letanías que acompañan al Santo Rosario. Pero cada uno es libre de aumentarlas, dirigiéndole nuevas alabanzas, diciéndole lo que –por un santo pudor que Ella entiende y apruebe– no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta”[14].
La devoción a la Santa María ocupa el primer lugar, después de la Santísima Trinidad, en la vida interior: “más que Ella sólo Dios”. Hablando de la Virgen comentaba: “Te aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.
“Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo”[15].
J. A. Riestra
Noviembre 2010
Bibliografía básica
1. En primer lugar, como es obvio, están los escritos publicados de San Josemaría. Pueden ser particularmente útiles, en cuanto que se centran sobre el tema en cuestión, las homilías sobre la Virgen publicadas en Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, Recuerdos del Pilar, Camino, etc.
2. Una buena ayuda para este tema se encuentra también en Álvaro Del Portillo, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, ; Javier Echevarría, Memoria del beato Josemaría Escrivá, Rialp; Idem, El amor a María Santísima en las enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer, en Palabra nn. 156-157 (1978), pp. 341-345. También se encuentran numerosos episodios que manifiestan la piedad mariana de San Josemaría en las diversas biografías publicadas.
3. Otros trabajos que pueden ayudar son: Federico Delclaux, Santa María en los escritos del Beato Josemaría Escrivá, Rialp; José Antonio Riestra, La maternità spirituale di Maria nell’esperienza mariana di San Josémaría Escrivá, en "Annales Theologici" n. 16 (2002), pp. 473-489; A. Blanco, Madre de Dios y Madre de los hombres. Studio sulla devozione mariana di San Josemaría e sul rapporto con l’unità di vita, en Romana n. 19 (2003), pp. 292-320.
4. Para una visión de conjunto pueden consultarse: José Luis Bastero Eleizalde, María, Madre del Redentor, 2ª ed., Eunsa; M. Ponce Cuéllar, María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, Herder; S. De Fiores – S. Meo (edd.), Nuevo diccionario de mariología, Ediciones Paulinas.
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[1] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 82, a.1.
[2] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 81, 5.
[3] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q. 82, 2 ad 1.
[4] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium:
66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen en honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e imitación, según palabras proféticas de ella misma: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso” (Lc 1, 48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cfr. Col 1, 15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1, 19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.
67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los Santos. Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las Litúrgicas de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.
[5] Misas de la Virgen María, Praenotanda, t. I, p. 11.
[6] Ibidem, p. 13.
[7] Cfr., por ejemplo, A. de Fuenmayor-V. Gómez-Iglesias-J.L. Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei, historia y defensa de un carisma, Eunsa, p. 92.
[8] San Josemaría, citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, p. 199.
[9] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, p. 200.
[10] San Josemaría, Camino, n. 494.
[11] San Josemaría, Forja, n. 77.
[12] San Josemaría, Recuerdos del Pilar, artículo publicado en El Noticiero de Zaragoza, 11-X-1970.
[13] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296
[14] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 293.
[15] Idem.
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