jueves, 31 de enero de 2013
TODOS SOMOS IGUALES ANTE DIOS
En un avión que cubría un vuelo entre Johannesburgo y Londres, a una señora blanca, de unos cincuenta años, le tocó sentarse al lado de un hombre de color. Llamó a la azafata para quejarse:
-¿Cuál es el problema señora? -pregunta la azafata.
-Pero, ¿no lo ve? -responde la señora. -Me ha colocado al lado de un negro. No puedo quedarme al lado de estos "inmundos". Déme otro asiento.
-Por favor, cálmese -dice la azafata. -Casi todos los asientos de este vuelo están ocupados. Voy a ver si hay alguna plaza en clase ejecutiva o en primera.
La azafata se marchó y volvió pasados unos minutos.
-Señora -explica la azafata -como yo sospechaba, no hay ninguna plaza disponible en clase económica. He hablado con el capitán y me ha confirmado que tampoco hay plazas en clase ejecutiva. Pero sí tenemos un lugar en primera clase.
Antes de que la señora pudiese responder algo, la azafata continuó:
-Es totalmente inusitado que la compañía conceda un asiento de primera clase a alguien que está en económica, pero dadas las circunstancias, el capitán ha considerado que sería escandaloso que alguien sea obligado a sentarse al lado de una persona que nos haga sentir mal...
La señora, con cara de satisfacción, se preparó para abandonar su asiento e ir a ocupar el asiento en la clase ejecutiva... En eso, la azafata mira a la persona de color y le dice:
-Si el señor me hiciera el favor de tomar sus pertenencias, el asiento de primera clase ya está preparado.
Y todos los pasajeros alrededor, que acompañaron la escena, se levantaron y aplaudieron la actitud de la compañía.
"Todos somos iguales a los ojos de Dios"
EL FAMOSO SUEÑO DE SAN JUAN BOSCO SOBRE LAS DOS COLUMNAS—AÑO DE 1862, SUEÑOS SOBRE EL INFIERNO Y SUS PENAS
(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo VIl, págs. 169-171)
El
26 de mayo de 1862 Don Bosco había prometido a sus jóvenes que les
narraría algo muy agradable en los últimos días del mes. El 30 de mayo,
pues, por la noche les contó una parábola o semejanza según él quiso
denominarla. He aquí sus palabras: «Os quiero contar un sueño. Es cierto
que el que sueña no razona; con todo, yo que Os contaría a Vosotros
hasta mis pecados si no temiera que salieran huyendo asustados, o que se
cayera la casa, les lo voy a contar para su bien espiritual. Este sueño
lo tuve hace algunos días. Figúrense que están conmigo a la orilla del
mar, o mejor, sobre un escrollo aislado, desde el cual no ven más tierra
que la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie
líquida se ve una multitud incontable de naves dispuestas en orden de
batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de hierro a modo de lanza que hiere y traspasa
todo aquello contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas
de cañones, cargadas de fusiles y de armas de diferentes clases; de
material incendiario y también de libros (televisión, radio, internet,
cine, teatro, prensa), y se dirigen contra otra embarcación mucho más
grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al
menos acerle el mayor daño posible.
A
esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta numerosas
navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas
maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y
la agitación del mar favorece a los enemigos. En medio de la inmensidad
del mar se levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas,
poco distante la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de
la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio cartel con esta
inscripción: Auxilium Christianorum. Sobre la otra columna, que es mucho
más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al
pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus
credentium. El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano
Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada
en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los
pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la
conducta a seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitaneada y se
congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al comprobar que el
viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más
violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves
respectivas.
Restablecida
por un momento la calma, el Papa reúne por segunda vez a los pilotos,
mientras la nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna
nuevamente espantosa. El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos
van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre
aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden
numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas cadenas.
Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible
por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con
los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran
abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los
cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se toma cada vez
más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente,
pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el
ataque y gastan energías y municiones: la gigantesca nave prosigue
segura y serena su camino. A veces sucede que por efecto de las
acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y
profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento suave
de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las brechas
desaparecen.
Disparan
entretanto los cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se
rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas
naves se abren y se hunden en el mar. Entonces, los enemigos, encendidos
de furor comienzan a luchar empleando el arma corta, las manos, los
puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el
combate. Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente.
Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El
Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de
victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cubiertas
de sus naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice,
otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente;
de suerte que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la
elección de su sucesor. Los enemigos comienzan a desanimarse. El nuevo
Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos, guía la nave
hacia las dos columnas, y al llegar al espacio comprendido entre ambas,
la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna
que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta
de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de
pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.
Todas las naves que hasta aquel omento
habían luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa, se dan a
la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente. Unas
al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han
combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en
llegar a las columnas donde quedan amarradas. Otras naves, que por miedo
al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes,
continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al
desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas,
bogan aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se
aseguran a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen
tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada por el
Papa. En el mar reina una calma absoluta. Al llegar a este punto del
relato, San Juan Bosco preguntó a Beato Miguel Rúa: —¿Qué piensas de
esta narración? Beato Miguel Rúa contestó: —Me parece que la nave del
Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a
los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del
Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que
con toda suerte de armas intentan aniquilarla.
Las
dos columnas salvadoras me parece que son la devoción a María Santísima
y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Beato Miguel Rúa no hizo
referencia al Papa caído y muerto y San Juan Bosco nada dijo tampoco
sobre este particular. Solamente añadió: —Has dicho bien. Solamente
habría que corregir una expresión. Las naves de los enemigos son las
persecuciones. Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta
ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que
suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por las naves
que intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo
quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto! Devoción
a María Santísima. Frecuencia de Sacramentos: Comunión frecuente,
empleando todos los recursos para practicarlos nosotros y para hacerlos
practicar a los demás siempre y en todo momento. ¡Buenas noches! Las
conjeturas que hicieron los jóvenes sobre este sueño fueron muchísimas,
especialmente en lo referente al Papa; pero Don Bosco no añadió ninguna
otra explicación. Cuarenta y ocho años después —en A.D. 1907— el antiguo
alumno, canónigo Don Juan Ma. Bourlot, recordaba perfectamente las
palabras de San JuanBosco. Hemos de concluir diciendo que César Chiala y sus compañeros, consideraron este sueño como una verdadera visión o profecía.
LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO— A.D. 1860
(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181)
En
la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San
José, Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:
—
Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse
como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del
jueves y delviernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me
podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en
suma, le pueden dar el nombre que les parezca.
Les
hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba
tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas?
—Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi
lecho a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de
aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?
—
Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo
que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró.
Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que
tendría que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a
acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas
lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que
contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia,
me acosté.
Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate
y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme
tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de
muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy
verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este
hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de
terror. El tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder!
Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté:
—¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar
en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi
alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los
confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma
viviente, ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y
amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía
ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos
instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban
conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.
Cuando
he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije:
—¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba
delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje,
San Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada
llanura pensaba para sí:) —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las
piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino.
Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a
ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una
senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro
la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas
flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas
partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me
eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un
trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y
aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad
que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover
los pies.
Nuestra
marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un
camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo:
—¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el
Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te
enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El
camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y
las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los
jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya
jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los
observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al
suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia
una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a
aquellos infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que hace caer a
estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un poco— me respondió. Me
acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos,
algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la
cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al
andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y
en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al
suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían
precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por
la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo,
por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.
Los
lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles,
semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con
todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra.
Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de
estopa— respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano,
simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban
cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son
tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los
arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás.
Lo hice y añadí: —Yo no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en
efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba
con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también
era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a
la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar
en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero
había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado
mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía
espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la
extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos.
Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba
inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer
frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor
combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.
Me
volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién
es? —¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos
lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno.
Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su
propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la
envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de
la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de
aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los
jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la
desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos.
Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no
tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos
jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por
qué esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto
humano— me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre
aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una
mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande
procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro
cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero,
significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas.
Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento,
especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la
Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros
cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis,
etc., etc.
Con
estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o
se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos
jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban
presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y
si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma
que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado
diferente sin lograr capturarlos.Cuando el guía se dio cuenta de que lo
había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas;
pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más
raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que
me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había
tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de
hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al
tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma
que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada
cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el
camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía
tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de
guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha.
Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos
habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros
atajos.
Yo
continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más
pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo,
donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De
cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme.
A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a
descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí
guía: —Querido, las iernas se
niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será
posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que,
animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y
víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se
alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me
pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino
que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y
de piedras puntiagudas. Consideraba también el camino que me quedaba
por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás,
por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al
Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida! Y el
guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres
quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti
cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme—
añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando.
El
camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si
podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que
terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba
ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del
precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de
color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de
sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y
pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco
preguntó al guía: —¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que
hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te
hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non
est redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno.
El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella
horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular distancia, se veía
una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y
cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.
Yo
saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me
dijo: —¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones.
—No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has
hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo
habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no
se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido
contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y
profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino
pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en
primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro
demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciéndome al
mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta
distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda
velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente
pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos
desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia
atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en
actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse
y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del
camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la
carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las
manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo?
—¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías
detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel
joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos
si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el
fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra
solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y por qué mira
hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—. —Porque la ira de
Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en
medio del fuego.
En
efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas,
la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo
tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas
impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un
torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas
de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia,
permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy
lejos, como la boca de un horno, y mientras
el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella
se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a
cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo
tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz,
pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa
de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar
precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que
en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro.
Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y
fueron a chocar con la primera puerta. San Juan Bosco al instante
conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras
mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó
un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos
infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse
en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un
pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos
del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la
frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en
aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al
abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las
causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los
compañeros, las malas lecturas (y malos programas de televisión e
internet e impureza y pornografía y anticonceptivos y fornicación y
adulterios y sodomía y asesinatos de aborto y herejías) y las perversas
costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio eran los que
arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos,
dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en
nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No
habrá manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó:
—Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él
vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para
que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso!
—¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el
aviso les impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de
un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos,
frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera spontánea y meritoria, porque no proceden rectamente.
Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón apegado al pecado. —¿Entonces
para estos desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que
puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan;
tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los
frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de
jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y:
—Entra tú también— me dijo el guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba
impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y
detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la
perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más
de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto
me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al
mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté:
—¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu
bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí
lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario
pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez
Supremo.
Después
exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho
y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada
una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción
amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y
tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas
hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se
leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo
su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía
permiso para leerlas y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces
lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in
carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in
saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia
saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror
sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit.
—Non est pax impiis. — Clamor et stridor dentium. Mientras yo daba la
vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que
se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo:
—Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un
amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una
palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar?
—Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y
tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió.
Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran
cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba
desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar
dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un
terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa
que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los
montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra
con sus llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba
incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros,
bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco
y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de
veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de
cuanto tocaba.
Me
sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad.
Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible
ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito
agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho
líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la
caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el
ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un
instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis
hijos. —Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es
fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por
qué está incandescente sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por
eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne
salietur et omnis victima sale salietur. Apenas si había vuelto la cara
y he aquí otro joven con una
furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la
misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se
movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió
con el último murmullo del grito del que había caído antes. Después
llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y
todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes,
como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había
quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto.
El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos
tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes
estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola
mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados
sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos entre los
cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en
posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte
me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que
dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se
permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit.
Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero
éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a
parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil
veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y
al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la Misericordia de
Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al
ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se
pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser
la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de
salir de aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí
de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di
algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos
de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes,
causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros
se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las
carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la
cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del
cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los
compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados
rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque
en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al
guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me
aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban
entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los
Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que
me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que
gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven
obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam
et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios
Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis.
Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis.
Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis
profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos son los
cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos,
esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Omnis dolor irruet
super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad.
Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes,
de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que
los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó:
—Todos
ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les
sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se
condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de
aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo
conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras:
Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum. Aquí
se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en
nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no
perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y
muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el
bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas
concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse
podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar
condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no
mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está
lleno el infierno, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos
los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos
de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con
nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté y observé que odos
estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban
y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y
todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no
encuentro palabras para describirlo.
Aquellos
desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de
molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un
poco más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles
hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron
sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de
esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna
para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de
Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y
añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que
acabas de contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al
infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado
aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te
parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera
de él abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con
esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y
deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no
tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás? —Bien
—contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos,
con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar
tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal
de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues
—continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la
Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a
penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de
la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me
encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de
cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que
cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.
El
guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito:
Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí
la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han
confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las
han confesado mal o las han
callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco
pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay
algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre
vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo.
Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos,
en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al
confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es
contarse en el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente
los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna
salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha
conducido hasta aquí la Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un
grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que
habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que
ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora —le
supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder
avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué
les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia.
Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo
hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre
sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia
de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden.
Dios
es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y
en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que
escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus
conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente
continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones
necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después
varias veces en voz alta: —Avertere!... Avertere!... —¿Qué
quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!...
Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para
retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía
no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran
velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri, íncidunt in
tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto no
interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos
ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación
semejante deseo!
Al
correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos,
que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí,
también interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el
significado del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus
jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que
este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a
la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con
el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las
mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus
jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos
consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de
hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han
preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la
despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del
Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse
de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y
de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos y de
otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado
de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que
pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún
otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon.
Otros, por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título
de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido
confiadas para que las entregasen al Superior.
Y
concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales,
avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean
obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la
codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor,
en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas
cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese
aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis
reflexiones diciéndome: —Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas
aquellos racimos de la vid echados a perder—, y levantó otro velo que
ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí
inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba
escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué
significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me
parece que debe ser la oberbia.
—No, me respondió.—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos
los pecados es la soberbia.—Sí; en general se dice que es la soberbia;
pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el
primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La
desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males.
—¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención.
Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin tan
lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a
descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por
el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el
reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de
las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida.
Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella
como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de
la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros
estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de
buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las
funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no
aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se
condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y
las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada
piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo
leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando
otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes. Cuando
hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí,
prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis
jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y
qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes
desgracias? —Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a
los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y
qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado del
Santo Rey David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el
demonio no tendrá tiempo para tentarlos.
Yo,
haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba
tan emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has
usado para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me
dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a
proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de
atravesar en un momento el hórrido patio y el largo corredor de
entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se
volvió de nuevo a mí y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de
los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el
infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba
siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no
tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo
insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he
dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro
mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que
estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que
puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera.
¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro
era de espesor colosal.
El
guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el
verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro
es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida
es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego
del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo.
Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la
mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel
milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y
dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me
desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me
ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación.
Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba
hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que
cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan presente que no
les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como ¡as
vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes
demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el
infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera
descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede
comprender estas cosas. El Señor las conoce y tas puede manifestar a
quien quiere. Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la
mayor turbación, o pude dormir a
causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado
solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración;
puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más
adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona
con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa
más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada
Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella
se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya
algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que
falta, dándoles la explicación consiguiente.
Como
lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso
este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo
la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no
faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus
Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones
omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó otras. En la
descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del
Demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno,
hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación:
por ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban
en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que
simbolizan: El tesoro de la Misericordia
de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían perecido.
Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias. Ciertas
variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo
tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger
lo que el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la
meditación de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como
fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los
pobres pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan
horrible. Este sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto
humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a
personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que
conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí
cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y cuanto nos refirieron de
viva voz o por escrito numerosos Sacerdotes, formando con el conjunto
una sola narración. Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos
reproducir con exactitud matemática cada una de las palabras, cada unión
de una escena con la otra, el orden de los diferentes hechos, los
avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre
las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos
conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos
buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la
mayor fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.
LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887
(Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285)
En
la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la
noche precedente no había podido descansar, pensando en un sueño
espantoso que había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo
en su organismo un verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le
decía — oyesen el relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o
huirían espantados para no escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me
es posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en su
realidad los castigos reservados a los pecadores en la otra vida. El
Santo vio las penas del infierno. Oyó primero un gran ruido, como de un
terremoto. Por el momento no hizo caso, pero el rumor fue creciendo
gradualmente, hasta que oyó un estruendo horroroso y prolongadísimo,
mezclado con gritos de horror y espanto, con voces humanas inarticuladas
que, confundidas con el fragor general, producían un estrépito
espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para averiguar cuál
pudiera ser la causa de aquel finís mundi, pero no vio nada de
particular. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni
con los ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.
San
Juan Bosco continuó así su relato: —Vi primeramente una masa informe
que poco a poco fue tomando la figura de una formidable cuba de
fabulosas dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté
espantado qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo.
Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más
haciéndose más precisos, de forma que pude oír estas palabras: —Multi
gloriantur in terris et cremantur n
igne. Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas
indescriptiblemente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las
orejas, casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y
las piernas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos
humanos se unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones,
aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y de otros animales.
Observé
mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces, cada
vez más aterrado, pregunté nuevamente qué significaba tan
extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus
famem patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se hacía
ante él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a
aquellos infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror
era cada vez más opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será
posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y
estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo? —Sí
—replicó una voz—, hay un remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar
las propias deudas con oro o con plata. —Pero estas son cosas
materiales. —No; aurum et thus. Con la oración incesante y con la
frecuente comunión se podrá remediar tanto mal. Durante este diálogo los
gritos se hicieron más estridentes y el aspecto de los que los emitían
era más monstruoso, de forma que, presa de mortal terror, se despertó.
Eran ¡as tres de la mañana y no le fue posible cerrar más un ojo. En el
curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su
respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.
miércoles, 30 de enero de 2013
Oración para librarnos del Purgatorio
Fuente: www.benditasalmas.org
Promesa hecha por Jesús a Santa Brígida de Suecia:
Ya
fueron repetidas las oportunidades en que me encuentro a gente de
distinta edad que hace la oración de Santa Brigida, para librarse del
purgatorio según la promesa que el mismo Jesús le hiciera a la santa.
Ayer encontré un joven de veinte años que luego de dialogar sobre las
cosas de Dios y su influencia en nuestra vida, me confesó que hace a
diario la oración a Santa Brígida. Fue en ese momento en que decidi
volver a enviar esta maravilla de la Iglesia a nuestros lectores, para
su beneficio personal y el de quienes mas aman.
A ser rezada durante 12 años
Santa
Brigida de Suecia recibió abundantes revelaciones del Señor sobre el
purgatorio, y en particular fue bendecida con una promesa de liberación
del purgatorio para quien cumpla con una oración diaria durante 12 años
de forma ininterrumpida. El esfuerzo y el compromiso es grande, pero
según lo revelara Jesús a la santa, quien tenga la perseverancia y rece
en forma diaria estas siete oraciones con devoción, se acercará a la
purificación que sufrieron los mártires, y al merecimiento de su
corona. Las palabras deben ser rezadas meditando su significado,
hablando al Señor en forma sincera mientras se reza.También la familia
del alma devota recibirá abundantes Gracias del Señor.
Verán
al fin del texto un documento de Su Santidad Juan Pablo II sobre Santa
Brigida, para que conozcamos quien fue esta excepcional alma, mientras
meditamos sobre adoptar el consejo que Jesús le diera.
Esta devoción ha sido declarada buena y recomendada tanto por el por el Sacro Collegio de Propaganda Fidei, como por el Papa Clemente XII.- El Papa Inocencio X confirmó esta revelación como “venida del Señor”.
PROMESAS
1. El alma que las reza no sufrirá ningún Purgatorio.
2. El alma que las reza será aceptada entre los mártires como si hubiera derramado su propia sangre por la fe.
3. El alma que las reza puede elegir a otros tres a quienes Jesús mantendrá luego en un estado de Gracia suficiente para que se santifiquen.
4. Ninguno de las cuatro generaciones siguientes al alma que las reza se perderá en el fuego del infierno.
5. El alma que las reza será consciente de su muerte un mes antes de que ocurra.
* En caso de que la persona que las reza muera antes de cumplirse los doce años, el Señor aceptará estas oraciones como si se hubieran rezado en su totalidad. Si se salteara un día o un par de días con justa causa, podrán se compensados luego.
Oración de Santa Brígida
Oh Jesús, ahora deseo rezar la oración del Señor siete veces junto con el amor con que Tú santificaste esta oración en Tu Corazón. Tómala de mis labios hasta Tu Sagrado Corazón. Mejórala y complétala para que le brinde tanto honor y felicidad a la Trinidad en la tierra como Tú lo garantizaste con esta oración. Que esta se derrame sobre Tu santa humanidad para la glorificación de Tus dolorosas heridas y la preciosísima Sangre que Tú derramaste de ellas. Amén
1. LA CIRCUNSICIÓN
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco las primeras heridas, los primeros dolores y el primer derrame de Sangre como expiación de los pecados de mi infancia y de toda la humanidad, como protección contra el primer pecado mortal, especialmente entre mis parientes.
2. LA AGONÍA DE JESÚS EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco el intenso sufrimiento del Corazón de Jesús en el Huerto de los Olivos y cada gota de sudor de Sangre como expiación de mis pecados del corazón y los de toda la humanidad, como protección contra tales pecados y para que se extienda el Amor Divino y Fraterno.
3. LA FLAGELACIÓN
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco las heridas, los dolores y la preciosísima Sangre de la flagelación como expiación de mis pecados de la carne y los de toda la humanidad, como protección contra tales pecados y la preservación de la inocencia, especialmente entre mis parientes.
4. LA CORONACIÓN DE ESPINAS
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco las heridas, los dolores y la preciosísima Sangre de la sagrada Cabeza de Jesús luego de la coronación de espinas, como expiación de mis pecados del espíritu y los de toda la humanidad, como protección contra tales pecados y para que se extienda el Reino de Cristo aquí en la tierra.
5. CARGANDO LA CRUZ
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco los sufrimientos en el camino a la Cruz, especialmente la santa herida en Su Hombro y la preciosísima Sangre como expiación de mi negación de la Cruz y la de toda la humanidad, todas mis protestas contra Tus Planes Divinos y todos los demás pecados de palabra, como protección contra tales pecados y para un verdadero amor a la Cruz.
6. LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, por medio de las manos inmaculadas de María y el Sagrado Corazón de Jesús, te ofrezco a Tu Hijo en la Cruz, cuando lo clavaron y lo levantaron, las heridas en Sus Manos y en Sus Pies y los tres hilos de la preciosísima Sangre que derramó allí por nosotros, las extremas torturas del Cuerpo y del Alma, Su muerte preciosa y Su renovación no sangrienta en todas las Santas Misas de la tierra, como expiación de todas las heridas contra los votos y normas dentro de las Órdenes, como reparación de mis pecados y los de todo el mundo, por los enfermos y moribundos, por todos los santos sacerdotes y laicos, por las intenciones del Santo Padre por la restauración de las familias cristianas, para el fortalecimiento de la Fe, por nuestro país y por la unión de todas las naciones en Cristo y Su Iglesia, así como también por la diáspora.
7. LA LLAGA DEL COSTADO DE JESÚS
Padre Nuestro, Avemaría, Gloria
Padre Eterno, acepta como dignas, por las necesidades de la Santa Iglesia y como expiación de los pecados de toda la humanidad, la preciosísima Sangre y el Agua que manó de la herida del Sagrado Corazón de Jesús. Sé Misericordioso para con nosotros. ¡Sangre de Cristo, el último contenido precioso de Su Sagrado Corazón, lávame de todas mis culpas de pecado y las de los demás! ¡Agua del costado de Cristo, lávame totalmente de las penitencias del pecado y extingue las llamas del Purgatorio para mí y para todas las almas del Purgatorio! Amén
Juan Pablo II sobre Santa Brígida de Suecia
Presentamos algunos fragmentos de la CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPRIO» PARA
LA PROCLAMACIÓN DE SANTA BRÍGIDA DE SUECIA, SANTA CATALINA DE SIENA Y
SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ COPATRONAS DE EUROPA, del 1 de octubre
de 1999
Brígida,
nació en una familia aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región
sueca de Uppland. Es conocida sobre todo como mística y fundadora de la
orden del Santísimo Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la
primera parte de su vida como una laica felizmente casada con un
cristiano piadoso, con el que tuvo ocho hijos. Al proponerla como
patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no solamente quienes
han recibido la vocación a una vida de especial consagración, sino
también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de
la vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación
de formar una familia cristiana.
Sin
dejarse seducir por las condiciones de bienestar de su clase social,
vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la que el amor
conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la sagrada
Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño
hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además,
solía servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada
por sus dotes pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el
tiempo en que se solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo.
Esta experiencia hizo madurar los consejos que daría en diversas
ocasiones a príncipes y soberanos para el correcto desempeño de sus
tareas. Pero los primeros en beneficiarse de ello fueron, como es obvio,
sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas, Catalina, sea
venerada como santa.
Este
período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La
peregrinación que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en
1341 cerró simbólicamente esta fase, preparando a Brígida para su nueva
vida, que comenzó algunos años después, cuando, a la muerte de su
esposo, oyó la voz de Cristo que le confiaba una nueva misión, guiándola
paso a paso con una serie de gracias místicas extraordinarias.
Brígida,
dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de
Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los
horizontes, no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo
espirituales de su mente y su corazón. Muchos lugares de Italia la
vieron, aún peregrina, deseosa de venerar las reliquias de los santos.
De este modo visitó Milán, Pavía, Asís, Ortona, Bari, Benevento,
Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de San Miguel Arcángel
en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada entre 1371 y
1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra Santa, lo
que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares
sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en
los lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.
Así es, y multiplicará por 100 los dividendos!!!
No sé cuándo terminaré de trabajar para Dios Nuestro Señor aquí en la tierra, pero espero merecer de Él esa jubilación cuando Él me la quiera dar... Bueno, espero ser digno de recibirla.
Jorge Enrique Mújica, LC | http://twitter.com/
30 de Enero, Santa Jacinta Mariscotti
Autor: . | Fuente: Archidiócesis de Madrid
Jacinta Mariscotti, Santa - Virgen -
Terciaria Franciscana
Martirologio Romano: En la ciudad de Viterbo, en el Lacio (hoy Italia), santa Jacinta Mariscotti, virgen, de la Tercera Orden Regular de San Francisco, la cual, después de perder quince años entregada a vanos deleites, abrazó con ardor la conversión y promovió confraternidades para consolar a los ancianos, fomentando el culto a la Eucaristía (1640).
Etimología; Jacinta = Aquella que es bella como la flor del jacinto, es de origen griego,
Fecha de canonización: 24 de mayo de 1807 por el Papa Pío VII.
Puede ser un ejemplo para las niñas-bien. Bueno, es un ejemplo para todos, pero dado que su vida pasó por unas situaciones peculiares de quienes proceden de buena cuna, tienen bienes materiales abundantes y hasta pueden predecir un futuro lleno de posibilidades que mucha gente llama ´idealesª..., pues por eso escribí lo que escribí. Sobre todo, cuando esas previsiones de futuro probables se convierten en sólo futuribles por las disposiciones de la Divina Providencia. Y si no, conozcamos algo de su vida.
Nació cerca de Viterbo, en Vignatello, en el año 1585 del matrimonio formado por Marcantonio Mariscotti y Octavia Orsini, condesa de Vignatallo. Top en la sociedad del tiempo. De sus hermanos hay algo que decir también. Ginebra, que se llamó luego Inocencia, vivió y murió santamente como Terciaria Franciscana de San Bernardino. Hortensia, joven virtuosa que casó con el marqués de Podio Catino, Paolo Capizucchi. Sforza se casó con Vittoria Ruspoli y heredó el título de la familia de los Mariscotti. Galeazo trabajó y murió en la Curia romana.
Se llamó Clarix como nombre bautismal. Sus padres quisieron darle la mejor educación y pensaron que el camino óptimo era ponerla junto a sor Inocencia, su hermana, para que creciera al calor de los buenos ejemplos y virtudes del monasterio. Su intención fue más buena que acertada. Todo lo de fuera le ilusiona, le atrae, le embelesa y encanta más que el aire religioso de dentro. Abandona el monasterio y como conoce su hermosura y la prosapia de su familia, se hace vanidosa, presumida y coqueta. Más, cuando su hermana encontró su buen partido y, enamorada, contrajo matrimonio; ahora se vuelve tan ligera, mundana y extraviada que está a las puertas de su definitiva ruina espiritual.
El único camino viable es entrar de la peor gana en el monasterio; y, más por despecho que por vocación, toma el hábito de Terciaria franciscana con el nombre de Jacinta. Tiene veinte años.
Por diez años, que son bastantes, lleva en el convento una vida mundana. Su celda parece un bazar por los lujosos adornos; la piedad en ella es tibieza; la mortificación prescrita, un tedio; hasta recibe las amonestaciones con desprecio.
Pero con treinta años llega la hora de Dios y surge potente la casta noble y cristiana que lleva dentro. Una enfermedad grave la espabila del sueño. Una confesión general es el comienzo. Se suceden los actos de petición de perdón, de arrepentimiento, está horrorizada por el mal ejemplo... suenan las disciplinas en público, da besos en los pies de sus hermanas, obediencia rendida, aceptación de los sufrimientos. La conversa aparece en público alguna vez como animal, con la soga al cuello. Aunque claramente se tiene por la mujer más pecadora la nombran vicesuperiora y maestra de novicias pero ha de vencer su repugnancia a intentar educar a otras que son mejores. Ahora tiene su contento en la oración, es devota del Arcángel san Miguel, ama sin cansancio la contemplación de la Pasión de Jesucristo, la Misa le da lágrimas, las imágenes de la Virgen son su refugio. Le causan pena las almas que pasan por el extravío del pecado y por su recuperación para Dios funda dos cofradías: La Compagnia dei Sacconi para la atención material de los enfermos y ayudarlos a bien morir y La Congregación de los Oblatos de María para avivar la piedad, hacer obras de caridad y fomentar el apostolado de los seglares. Aquí ya quiso recompensar Dios a su sierva enamorada con dones extraordinarios como el de profecía, milagros, penetra los corazones, es instrumento de conversión y el éxtasis es frecuente en ella ... Así hasta que murió el año 1640, cuando tenía cincuenta y cinco.
Jacinta Mariscotti, Santa - Virgen -
Terciaria Franciscana
Martirologio Romano: En la ciudad de Viterbo, en el Lacio (hoy Italia), santa Jacinta Mariscotti, virgen, de la Tercera Orden Regular de San Francisco, la cual, después de perder quince años entregada a vanos deleites, abrazó con ardor la conversión y promovió confraternidades para consolar a los ancianos, fomentando el culto a la Eucaristía (1640).
Etimología; Jacinta = Aquella que es bella como la flor del jacinto, es de origen griego,
Fecha de canonización: 24 de mayo de 1807 por el Papa Pío VII.
Puede ser un ejemplo para las niñas-bien. Bueno, es un ejemplo para todos, pero dado que su vida pasó por unas situaciones peculiares de quienes proceden de buena cuna, tienen bienes materiales abundantes y hasta pueden predecir un futuro lleno de posibilidades que mucha gente llama ´idealesª..., pues por eso escribí lo que escribí. Sobre todo, cuando esas previsiones de futuro probables se convierten en sólo futuribles por las disposiciones de la Divina Providencia. Y si no, conozcamos algo de su vida.
Nació cerca de Viterbo, en Vignatello, en el año 1585 del matrimonio formado por Marcantonio Mariscotti y Octavia Orsini, condesa de Vignatallo. Top en la sociedad del tiempo. De sus hermanos hay algo que decir también. Ginebra, que se llamó luego Inocencia, vivió y murió santamente como Terciaria Franciscana de San Bernardino. Hortensia, joven virtuosa que casó con el marqués de Podio Catino, Paolo Capizucchi. Sforza se casó con Vittoria Ruspoli y heredó el título de la familia de los Mariscotti. Galeazo trabajó y murió en la Curia romana.
Se llamó Clarix como nombre bautismal. Sus padres quisieron darle la mejor educación y pensaron que el camino óptimo era ponerla junto a sor Inocencia, su hermana, para que creciera al calor de los buenos ejemplos y virtudes del monasterio. Su intención fue más buena que acertada. Todo lo de fuera le ilusiona, le atrae, le embelesa y encanta más que el aire religioso de dentro. Abandona el monasterio y como conoce su hermosura y la prosapia de su familia, se hace vanidosa, presumida y coqueta. Más, cuando su hermana encontró su buen partido y, enamorada, contrajo matrimonio; ahora se vuelve tan ligera, mundana y extraviada que está a las puertas de su definitiva ruina espiritual.
El único camino viable es entrar de la peor gana en el monasterio; y, más por despecho que por vocación, toma el hábito de Terciaria franciscana con el nombre de Jacinta. Tiene veinte años.
Por diez años, que son bastantes, lleva en el convento una vida mundana. Su celda parece un bazar por los lujosos adornos; la piedad en ella es tibieza; la mortificación prescrita, un tedio; hasta recibe las amonestaciones con desprecio.
Pero con treinta años llega la hora de Dios y surge potente la casta noble y cristiana que lleva dentro. Una enfermedad grave la espabila del sueño. Una confesión general es el comienzo. Se suceden los actos de petición de perdón, de arrepentimiento, está horrorizada por el mal ejemplo... suenan las disciplinas en público, da besos en los pies de sus hermanas, obediencia rendida, aceptación de los sufrimientos. La conversa aparece en público alguna vez como animal, con la soga al cuello. Aunque claramente se tiene por la mujer más pecadora la nombran vicesuperiora y maestra de novicias pero ha de vencer su repugnancia a intentar educar a otras que son mejores. Ahora tiene su contento en la oración, es devota del Arcángel san Miguel, ama sin cansancio la contemplación de la Pasión de Jesucristo, la Misa le da lágrimas, las imágenes de la Virgen son su refugio. Le causan pena las almas que pasan por el extravío del pecado y por su recuperación para Dios funda dos cofradías: La Compagnia dei Sacconi para la atención material de los enfermos y ayudarlos a bien morir y La Congregación de los Oblatos de María para avivar la piedad, hacer obras de caridad y fomentar el apostolado de los seglares. Aquí ya quiso recompensar Dios a su sierva enamorada con dones extraordinarios como el de profecía, milagros, penetra los corazones, es instrumento de conversión y el éxtasis es frecuente en ella ... Así hasta que murió el año 1640, cuando tenía cincuenta y cinco.
COMO TEMPLAR EL ACERO - Para Reflexionar -
Durante muchos años un herrero trabajó con ahínco, practicó la caridad, pero, a pesar de toda su dedicación, nada parecía andar bien en su vida; muy por el contrario sus problemas y sus deudas se acumulaban día a día.
Una tarde, un amigo que lo visitaba, y que sentía compasión por su situación difícil, le comentó: "Realmente es muy extraño que justamente después de haber decidido volverte un hombre temeroso de Dios, tu vida haya comenzado a empeorar. No deseo debilitar tu fe, pero a pesar de tus creencias en el mundo espiritual, nada ha mejorado."
El herrero no respondió enseguida, él ya había pensando en eso muchas veces, sin entender lo que acontecía con su vida, sin
embargo, como no deseaba dejar al amigo sin respuesta, comenzó a hablar, y terminó por encontrar la explicación que buscaba. He aquí lo que dijo el herrero:
"En este taller yo recibo el acero aún sin trabajar, y debo transformarlo en espadas. ¿Sabes tú cómo se hace esto? primero, caliento la chapa de acero a un calor infernal, hasta que se pone al rojo vivo, enseguida, sin ninguna piedad, tomo el martillo más pesado y le aplico varios golpes, hasta que la pieza adquiere la forma deseada, luego la sumerjo en un balde de agua fría, y el taller entero se llena con el ruido y el vapor, porque la pieza estalla y grita a causa del violento cambio de temperatura. Tengo que repetir este proceso hasta obtener la espada perfecta, una sola vez no es suficiente."
El herrero hizo una larga pausa, y siguió: "A veces, el acero que llega a mis manos no logra soportar este tratamiento. El calor, los martillazos y el agua fría terminan por llenarlo de rajaduras. En ese momento, me doy cuenta de que jamás se transformará en una buena hoja de espada y entonces, simplemente lo dejo en la montaña de hierro viejo que ves a la entrada de mi herrería."
Hizo otra pausa más, y el herrero terminó: "Sé que Dios me está colocando en el fuego de las aflicciones. Acepto los martillazos que la vida me da, y a veces me siento tan frío e insensible como el agua que hace sufrir al acero. Pero la única cosa que pienso es: Dios mío, no desistas, hasta que yo consiga tomar la forma que Tú esperas de mí. Inténtalo de la manera que te parezca mejor, por el tiempo que quieras, pero nunca me pongas en la montaña de hierro viejo de las almas."